"Os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual, asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4 Y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; 5 Y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven hasta hoy, y otros ya duermen. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a uno abortivo, me apareció a mí".
1 Corintios 15:1-8; 20-25
El Apóstol Pablo afirma categóricamente: Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe. La resurrección de Jesús es el tema central sobre el cual gira y se fundamenta la fe cristiana, de ella depende la esperanza de los cristianos.
El drama de la cruz El drama del Calvario duró aproximadamente seis horas, comenzó alrededor de las nueve la mañana cuando Jesús fue clavado en la cruz, llegó a su clímax al mediodía cuando el sol se oscureció y las tinieblas cubrieron la tierra y culminó a las tres de la tarde cuando se articulan las últimas palabras del condenado: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Antes que el sol declinara los dirigentes judíos pidieron a Pilato que los cuerpos fueran retirados de la cruz debido a la cercanía de la fiesta de la Pascua. El centurión y los soldados a cargo de la ejecución quebraron las piernas de los dos ladrones y cuando llegaron a Jesús certificaron su muerte clavando una lanza en el costado, del cual salió sangre y agua. Nicodemo y José de Arimatea, miembros del sanedrín, pidieron a Pilato el cuerpo de Jesús para colocarlo en el sepulcro. Recibieron un cadáver al que, de acuerdo a la costumbre judía, ungieron con aproximadamente 32 kilogramos de mirra y áloes a efectos de retardar el proceso de putrefacción. Al tercer día las mujeres que fueron al sepulcro llevaban especias aromáticas para continuar el ungimiento del cuerpo con el mismo propósito. En esos tres días los discípulos entraron en un estado depresivo en el que se conjugaban la tristeza, el llanto y el miedo. Habían sido invadidos por una sensación de derrota definitiva. Los dirigentes judíos lograron su cometido, Jesús había sido juzgado, condenado y ejecutado sin que se produjeran disturbios. Sin embargo, tenían miedo que el cadáver fuera robado y solicitaron una guardia romana para asegurarse que nadie sacara el cuerpo del sepulcro. Los representantes del Imperio Romano entregaron el cadáver de Jesús, los discípulos asumieron la muerte y los judíos tomaron precauciones para que los despojos no fueran tocados. Todo indica que nadie creía en la posibilidad de la resurrección.
La angustia del sábado Ampliemos la ucronía paulina y detengamos la historia en ese instante en que el cadáver de Jesús está en el sepulcro. Anás, Caifás, Pilato, Judas, Barrabás han triunfado; la mentira ha prevalecido sobre la verdad, la injusticia sobre la justicia, la traición sobre la lealtad, el bien sobre el mal, la muerte sobre la vida, los designios del hombre sobre la voluntad de Dios. Si todo se detiene allí la enseñanza de Jesús es el discurso inconsistente de un alucinado que se creía hijo de Dios, afirmaba que tenía el poder para resucitar, prometía su regreso en gloria y hablaba de un juicio sobre la humanidad que lo tendría como protagonista. Pero por sobre todo se frustraría el objetivo central de la venida del Hijo de Dios a la tierra que era responder al interrogante fundamental de la existencia humana: el sentido de la vida y de la muerte. Los existencialistas dicen que el hombre es un ser para la muerte, arrojado al mundo para morar e ir muriendo porque la totalidad de su existencia se extingue cuando expira. Desde esta óptica la muerte es un final ineludible que devuelve al hombre a la nada de donde procede y la amenaza constante de la muerte produce la angustia existencial. El sábado previo a la resurrección, cuando el cuerpo de Jesús estaba todavía en el sepulcro, fue el día en que esa angustia se materializó para la humanidad porque todos los interrogantes quedaron sin respuesta. El italiano Leonardo Sciacia en uno de sus cuentos relata la experiencia de una joven siciliana, campesina, que hace un viaje a Roma, la gran ciudad. Sentada en una cafetería observa cómo se mueve la multitud y hace una vívida descripción de lo que sería el clima de ese fatídico sábado: “… marchaban detrás de la vida como detrás de un coche fúnebre, cuando cada uno piensa: ‘Estoy vivo, le ha tocado a aquél, no he muerto aún…’ todos van así, detrás de la alegría”.
El problema de la muerte Los existencialistas estaban en lo cierto cuando afirman que el problema excluyente del ser humano es la muerte. El hombre se siente paralizado frente a este misterio y sabiendo que su propio final es inexorable trata de ignorarlo. Sin embargo, cada vez que la muerte se hace presente, los interrogantes vuelven a inquietarlo. Gustavo Adolfo Bécquer daba forma poética a sus preguntas:
¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es, sin espíritu, podredumbre y cieno? ¡No sé; pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde repugnancia y duelo, a dejar tan tristes, tan solos los muertos.
La ciencia trabaja denodadamente para bajar los índices de mortalidad y elevar la expectativa de vida, pero su esfuerzo es inútil, inevitablemente la vida es una batalla que termina en la derrota de la muerte. Como decía Blas Pascal: Por muy bella que haya venido siendo la comedia el último acto será sangriento. El amor más sublime, la vida más altruista, la inteligencia más brillante, la santidad más pura, la lucha más noble siempre llegan a su fin tronchados por la muerte. Sobre una de las tumbas del Cementerio Británico en Buenos Aires, Argentina hay una columna truncada. Me explicaron que simbolizaba la vida de un joven que había quedado incompleta y esa columna mutilada era la forma de simbolizarlo. Interiormente pensé que en todas las tumbas podía ponerse esa simbólica columna porque la muerte siempre trunca la vida, no importa la edad a la que llegue, siempre la deja incompleta. El sábado que el cadáver de Jesús reposa en el sepulcro resuenan sobre toda la humanidad las antiguas sentencias, pero despojada de toda esperanza: por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, porque la paga del pecado es muerte. Mientras Jesús está en el sepulcro el problema de la muerte no tiene respuestas y tampoco sabemos si la vida vale la pena vivirse.
El límite infranqueable Las mujeres que el domingo fueron al sepulcro buscaban un cadáver. Para ellas, como para tantos seres humanos, había un límite infranqueable entre la vida y la muerte e iban con las especies aromáticas a ganarle unos segundos a la corrupción. Fueron a ver los despojos de una batalla perdida y a llorar compadecidas por el triste destino del maestro, pero esas lágrimas también eran de autocompasión ante su propio desamparo. “Mientras hay vida hay esperanza” reza un antiguo refrán español; tácitamente afirma que la llegada de la muerte eclipsa la esperanza. Hemos internalizado una barrera entre la vida y la muerte, que separa a los que están “más acá” de los que están “más allá”. Cuando Lázaro, el amigo de Jesús, estaba enfermo sus hermanas mandaron a llamar a Jesús porque confiaban en que podía sanarlo. Lo urgieron para que llegase a tiempo, antes que el enfermo traspasara el límite de la vida. Cuando Jesús llegó Lázaro ya había muerto y las dos hermanas, la pragmática Marta y la contemplativa María, hicieron el mismo comentario “Si hubieras estado aquí no hubiera muerto mi hermano”. Ambas, desde sus diferentes enfoques de la vida, coincidieron en que solo cuando hay vida se puede albergar esperanza. También las mujeres que van al sepulcro llevan sobre sus espaldas los milenios de experiencia que les hace pensar en ese límite infranqueable. María Magdalena llega a verbalizarlo cuando reclama “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. No está buscando a un sujeto, sino a un objeto. No sabía que se hallaban ante la culminación de la suprema obra de salvación, que el límite se había roto, que Jesús había triunfado sobre el sepulcro y sobre la muerte, y había sacado a luz la vida y la inmortalidad.7)
La respuesta de la resurrección
Si la cruz y el sepulcro abrieron los interrogantes, la resurrección los responde. Pedro afirma en su discurso de Pentecostés “… al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.” El Apóstol, para quien fue tan difícil aceptar la cruz y la muerte, ha reflexionado sobre la imposibilidad de que la muerte pudiera enseñorearse sobre Jesús.
La ley de la corrupción no podía cumplirse en Jesús porque Él fue sin pecado y si en un primer momento la resurrección causa asombro, porque el límite ha sido franqueado, la posterior reflexión demuestra que lo lógico era que quien no cometió pecado, pudiera sufrir la muerte para expiar los pecados de los hombres, pero no podía ser retenido por ella.
La victoria de Jesús sobre la muerte y el sepulcro es la buena noticia del evangelio y la culminación de su obra. No podemos minimizar la obra de Jesucristo limitando su efecto a lo temporal, a lo contingente, a lo pasajero. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. La obra de la redención tiene alcances eternos, con su muerte paga el precio del pecado y resucitando nos abre el camino hacia una eternidad con Dios. Solo la resurrección de Jesús hizo posible que los cristianos pudieran cantar desde la antigüedad ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?
Al visitar la ciudad de Jerusalén y llegar al Jardín de la Tumba del huerto. Al encontrarse frente al sepulcro, que según la tradición fue adonde Jesús fue puesto después de su muerte, al levantar la vista se encontrará con una inscripción que alguien colocó allí, y que reza: “No está aquí”. El estar allí frente a la rusticidad de la piedra desnuda provoca un impacto emocional fuerte. Es una tumba que, a diferencia de todas las tumbas, está vacía; la derrota de la muerte ha sido reemplazada por la victoria de la resurrección, el límite ha sido franqueado y el vencedor nos hace compartir su victoria. Allí la vida cobró sentido, los interrogantes existenciales encontraron respuesta. Cristo ha resucitado; hay esperanza, porque Él vive nosotros también viviremos. Gracias a Dios podemos repetir con el apóstol: "Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron es hecho".(1° Corintios 15:20)
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