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LA NATURALEZA HUMANA EN SUS CUATRO ESTADOS II

 EL ESTADO DE NATURALEZA

La vida en el Edén era maravillosa. Nuestros primeros padres experimentaron la vitalidad completa en lo mejor de una creación prístina y hermosa. Era un mundo sin sufrimiento ni muerte. Todo era muy bueno, y, en el centro de todo, Adán y Eva disfrutaban de una comunión perfecta con Dios y entre ellos en su estado de inocencia.

Luego del gozo del matrimonio de Adán y Eva en Génesis 2, la serpiente, que «era más astuta que cualquiera de los animales del campo que el Señor Dios había hecho» (Gn 3:1), apareció en el Edén. Sabemos por otros pasajes de la Escritura que Dios, quien es soberano sobre todo en santidad perfecta, no es ni puede ser el autor del mal (Dt 32:4; Job 34:10; Is 6:3). Génesis no revela la razón por la que Dios permitió a Satanás rebelarse, calumniar y engañar, ni tampoco está revelado plenamente por qué Dios se propuso que el hombre pudiera pecar contra Él. Pero, como en el caso del libro de Job, sí se nos revela lo que necesitamos saber. Los eventos de Génesis 3 son acordes al consejo de la santa voluntad de Dios, y, en última instancia, sirven para revelar Su gloria y cooperan para el bien de Su pueblo.



Luego de haber caído de la gloria angelical en su propia rebelión, Satanás entabló una conversación con Eva en el Edén. Usando el engaño y la calumnia, tentó a Eva a que probara el fruto del único árbol que Dios había prohibido: «¿Conque Dios os ha dicho: “No comeréis de ningún árbol del huerto”?… Ciertamente no moriréis. Pues Dios sabe que el día que de él comáis, serán abiertos vuestros ojos y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal» (Gn 3:1, 4-5).

Eva interiorizó la tentación externa de Satanás, dando espacio en su corazón y en su mente a la narrativa de la serpiente, pasando de la atracción al deseo de actuar. Y a pesar de esto, el pecado de Eva no fue el más importante: Adán estaba allí a su lado (v. 6). El apóstol Pablo nos dice que «el pecado entró en el mundo por un hombre» (Rom 5:12). Dios había creado primero a Adán y le ordenó personalmente que no comiera del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gn 2:17). Adán era el esposo y la cabeza federal de Eva; él representaba a Eva y a todos los hijos que ellos tendrían delante de Dios. Si bien Eva también estaba consciente de la prohibición de Dios respecto a comer del árbol, Adán sabía en todo momento que las palabras de Satanás eran mentira. Él no fue engañado (1 Tim 2:14), aunque Eva sí lo fue. Adán sabía que ella estaba siendo engañada, pero permaneció en silencio. En lugar de reprender y rechazar la tentación externa, tanto Adán como Eva eligieron libremente interiorizarla y aprobarla. Este fue el comienzo de su pecado, que precedió al acto de tomar el fruto y comerlo: «Cuando la mujer vio que el árbol era bueno para comer… y que el árbol era deseable para alcanzar sabiduría, tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido que estaba con ella, y él comió» (Gn 3:6). El deseo pecaminoso dio a luz al acto pecaminoso cuando Adán y Eva fueron «llevados y seducidos» por sus propios deseos (Stg 1:14).

Dios ha incluido en la Biblia el relato de nuestra caída en Adán no solo para que tengamos claridad al vernos a nosotros mismos, sino también para nuestra vida y adoración en Él. 

Cuando Adán y Eva pecaron, ocurrió un cambio masivo. Dios los había creado con «conocimiento, justicia y verdadera santidad, según su propia imagen. Ellos tenían la ley de Dios escrita en sus corazones y el poder para cumplirla… sin embargo, con la posibilidad de transgredirla, siendo dejados a la libertad de su propia voluntad» (Confesión de Fe de Westminster 4.2). Tenían la capacidad tanto de no pecar como de pecar (posse non peccare et posse peccare). Pero ahora sucedió aquello de lo que Dios les había advertido amorosamente: «En el día que de él comas, ciertamente morirás» (Gn 2:17). Adán y Eva comenzarían a morir físicamente, encontrándose ahora expuestos a la enfermedad, los accidentes y a la muerte inevitable. Sin embargo, también murieron espiritualmente, cayendo a un estado de ser incapaces de no pecar (non posse non peccare). El pecado, la culpa y la incapacidad de no pecar se convirtieron en realidades determinantes de su estado de existencia. La Confesión de Fe de Westminster lo expresa de esta manera: «Por este pecado cayeron de su rectitud original y de su comunión con Dios, y de esta manera quedaron muertos en el pecado, y totalmente contaminados en todas las partes y facultades del alma y del cuerpo» (6:2). En ese momento, pasaron de la maravillosa luz y comunión con Dios a la muerte espiritual, las tinieblas y la separación de Él.

El cambio de Adán y Eva fue dramático. La ley de Dios escrita en sus corazones ya no era su gozo y sabiduría, sino su condenación. Luego de comer del fruto, los marcó de inmediato un sentido de vergüenza, culpa, y exposición, tanto entre ellos como ante Dios. «Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos» (Gn 3:7). Su instinto inmediato como pecadores fue tratar de cubrir su vergüenza con hojas de higuera, escondiéndose entre los árboles del jardín en un intento inútil de evitar la presencia de Dios. Tenían miedo de Él, así que buscaron la oscuridad en lugar de la luz. Cuando fueron llamados a rendir cuentas, tanto Adán como Eva rehusaron responder honestamente las preguntas del Señor. «Con injusticia [restringieron] la verdad… Pues aunque conocían a Dios, no le honraron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se hicieron vanos en sus razonamientos y su necio corazón fue entenebrecido» (Rom 1:18, 21). Adán culpó a Eva; Eva culpó a la serpiente. Su integridad anterior en conocimiento, justicia y santidad desapareció. Aunque la imagen de Dios permaneció en ellos, ahora estaba distorsionada y desfigurada por el pecado.

La vida de Adán y Eva en el jardín antes de la caída existía en el contexto del pacto de vida (también conocido como pacto de obras) realizado con ellos. Los teólogos consideran que dicho pacto fue establecido en la creación de Adán y Eva a la imagen de Dios y fue expresado tanto de forma positiva en la bendición y el llamado a ser fructíferos, multiplicarse y ejercer dominio (Gn 1:28-30) como en la provisión de todo árbol del jardín para sustento junto con la prohibición de comer del árbol del conocimiento del bien y el mal (Gn 2:16-17). La Escritura deja claro que este pacto de vida fue realizado específicamente con Adán como el representante federal de toda la humanidad. Pablo habla de esto en Romanos 5, donde describe a Adán como el hombre por medio del cual el pecado, con la consecuencia de la muerte, entró al mundo «a todos los hombres» (Rom 5:12). Primera a los Corintios 15 hace eco de esto al comparar al primer hombre, «Adán [en quien] todos mueren», con Cristo (1 Co 15:22, 45-49).

Mientras el Nuevo Testamento nos habla de la posición de Adán como cabeza pactual, cuando leemos Génesis 1 – 3 con esto en mente, nos damos cuenta que ya era evidente. El Señor le ordena a Adán las disposiciones y la prohibición del pacto de vida antes de la creación de Eva. Cuando Adán y Eva caen en pecado, Adán es el primero en ser llamado a rendir cuentas. Él es quien, como cabeza del pacto, recibe las palabras que promulgan la maldición pactual de la muerte: «Comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás» (3.19). Como Adán era el primer padre de toda la humanidad y también su cabeza pactual, la consecuencia de su pecado tuvo un alcance universal: «Toda la raza humana descendiente de Adán por generación ordinaria, pecó y cayó en él en su primera transgresión» (Catecismo Menor de Westminster, 16). Es por esto que todos desde Adán, excepto nuestro Señor Jesucristo, han sido concebidos y han nacido en pecado (Sal 51.5). Es por esto que «no hay justo, ni aun uno» (Rom 3:10). Pecamos en Adán: su pecado como nuestra cabeza federal nos es imputado. Como sus descendientes, nacemos en el consecuente estado caído de la naturaleza. 

Pero el alcance de las consecuencias va más allá de la humanidad universalmente caída. John Murray observa:

El pecado se origina en el espíritu y reside en el espíritu… pero afecta drásticamente lo físico y lo no espiritual. Sus relaciones son cósmicas. «Maldita será la tierra por tu causa… espinos y abrojos… la creación fue sometida a vanidad… la creación entera a una gime».

El desorden, el sufrimiento y la muerte se introdujeron en el tejido de todo el cosmos bajo el peso de la maldición.

Cuando entendemos estas realidades, comenzamos a entendernos mejor a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. ¿Por qué el sufrimiento y la muerte afligen a la creación? ¿Por qué deseamos las cosas que deseamos? ¿Por qué las personas que nos rodean hacen lo que hacen de la manera en que lo hacen? Es porque estamos caídos en Adán en el estado de naturaleza, separados de la vida y la comunión con Dios, y bajo Su maldición. Es porque, libremente y apartados de la gracia, solo queremos «cambiar la verdad de Dios por la mentira» y adorar y servir «a la criatura en lugar del Creador, quien es bendito por los siglos» (Rom 1:25). Estos efectos del pecado en la raza humana se describen con los términos teológicos de depravación total e incapacidad total. A menos que sean traídos por Dios al estado de gracia, todos los seres humanos son «por nacimiento hijos de ira, incapaces de ningún bien salvífico, e inclinados al mal, muertos en pecados y esclavos del pecado… y no quieren ni pueden volver a Dios… sin la gracia del Espíritu Santo, que es quien regenera» (Cánones de Dort 3/4.3).

Esto no significa que Adán, Eva y toda su posteridad sean inmediata o constantemente tan malvados como podrían serlo. Génesis narra mucho pecado y miseria, pero queda claro que algunos en el estado de naturaleza son más malvados que otros (ver Gn 4:23-24) y que ha habido momentos en los que la maldad aumentó y fue «mucha en la tierra» (6:5) en mayor medida que en otros tiempos. Los creyentes muestran el pecado remanente al mismo tiempo que los incrédulos muestran la gracia común. Tanto Faraón como Abimelec hicieron un bien externo al reprender a Abraham por su engaño (Gn 12:18, 20:9-10). Los Cánones de Dort señalan de manera útil que «después de la caída aún queda en el hombre alguna luz de la naturaleza, mediante la cual conserva algún conocimiento de Dios, de las cosas naturales, de la distinción entre lo lícito y lo ilícito, y también muestra alguna práctica hacia la virtud y la disciplina externa» (3/4.4). Aunque sigue estando distorsionada, la imagen de Dios en el hombre no está perdida completamente en el estado de naturaleza, debido a Su gracia común o restrictiva. Por eso, disfrutamos de la compañía de los buenos vecinos que no son cristianos, pero comparten sus herramientas de jardinería o nos ayudan después de una tormenta, aunque viven desafiando a Dios. No obstante, sus «buenas obras» no son verdaderas buenas obras que se conforman al estándar de Dios para lo que es bueno porque no son hechas en obediencia a Dios, para Su gloria ni son fruto de la fe en Cristo.

Hoy en día, las realidades del estado de naturaleza que nos son reveladas en la Escritura están siendo cuestionadas en varios frentes. Uno de ellos se encuentra en nuestro contexto evangélico contemporáneo, donde hay esfuerzos continuos por rechazar la historicidad de Adán y Eva como los primeros padres de toda la humanidad. Hay una creciente variedad de intentos de leer los primeros capítulos de Génesis usando nuevos métodos hermenéuticos. Aunque el impulso parece ser el deseo de armonizar el Génesis con la teoría de la evolución, las pérdidas bíblicas y teológicas son significativas. Algunos revisionistas tratan de argumentar que los primeros capítulos de Génesis no importan siempre y cuando haya existido un «Adán» en algún momento de la historia evolutiva que haya funcionado como cabeza federal de la humanidad contemporánea, futura y posiblemente incluso anterior. Si bien podemos estar agradecidos de que conserven vestigios de un Adán histórico, este planteamiento trae consigo la pregunta del lugar que tiene el hecho de que Adán haya actuado como cabeza pactual en su relación con todos sus descendientes por generación ordinaria. Si abandonamos eso, también estamos abandonando el fundamento bíblico y teológico de la generación extraordinaria y única de Jesús, la Simiente de la mujer, quien fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la virgen María como el segundo Adán.

Un segundo cuestionamiento de la comprensión bíblica del pecado dice relación con la doctrina del pecado sostenida por los evangélicos en las discusiones sobre la sexualidad humana. Algunos han adoptado una visión terapéutica del pecado o incluso articulan una doctrina católico romana de la concupiscencia. Según el catolicismo romano, la inclinación a pecar, o la «concupiscencia», no puede dañar a quienes luchan con ella y no es una ofensa para Dios a menos que sea puesta en acción. La visión terapéutica del pecado es muy similar. Ninguna de las dos concuerda con el testimonio de Génesis y de toda la Escritura: el pecado no solo incluye las acciones sino también las atracciones y los deseos pecaminosos que pueden producir el fruto de la acción pecaminosa. Aquí hay un peligro espiritual y teológico importante. Dar lugar al pecado en las atracciones y los deseos de los cristianos es, sin duda, una negación de la doctrina bíblica de la santificación y, en consecuencia, tendrá también repercusiones en la visión que se tiene de la persona y la obra de Cristo. En Gálatas, el apóstol Pablo, proclamando la palabra del Cristo ascendido, nos dice que «[el deseo] del Espíritu es contra la carne» (Gal 5:17). Los deseos que «llevan y seducen» no son neutrales, sino que son «terrenales, naturales y diabólicos» (Stg 1:14; 3:15).  

Aunque ninguno de nosotros se regocija grandemente cuando le recuerdan las realidades de nuestra condición caída en Adán, entenderla como el Señor nos la revela en Su gracia es esencial para recibir Su evangelio. Es esencial para recibir la plenitud de Su revelación en la persona y obra de Cristo. Es para nuestro bien. Dios ha incluido en la Biblia el relato de nuestra caída en Adán no solo para que tengamos claridad al vernos a nosotros mismos, sino también para nuestra vida y adoración en Él.  «Lámpara es a mis pies tu palabra, y luz para mi camino… Tus testimonios he tomado como herencia para siempre, porque son el gozo de mi corazón» (Sal 119:105, 111).


El Dr. William VanDoodewaard es profesor de historia de la iglesia en The Puritan Reformed Theological Seminary en Grand Rapids, Mich. Es autor o editor de varios libros, incluyendo The Quest for the Historical Adam y Charles Hodge's Exegetical Lectures and Sermons on Hebrews .

 

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