J. C. Ryle (1816-1900)
“Por tanto, amados míos, huid de la idolatría” (1 Corintios 10:14).
Creo que hemos llegado a un punto en que el tema de la idolatría demanda una investigación rigurosa y minuciosa. Creo que la idolatría está cerca de nosotros, alrededor de nosotros y en medio de nosotros en una medida horrenda. En suma, el Segundo Mandamiento está en peligro. “La mortandad ha comenzado” (Nm. 16:46).
Siento que el tema presenta muchas dificultades. Nuestra suerte está echada en una era cuando la verdad corre el constante peligro de ser sacrificada en pro de una supuesta tolerancia, caridad y paz… la verdad sobre la idolatría es, en el sentido más elevado, la verdad para estos tiempos.
Comenzaré, pues, dando una definición de idolatría. Permítanme mostrar lo que es. Es de vital importancia que la comprendamos. A menos que yo deje bien claro esto, no podría seguir escribiendo del tema. Sobre este punto prevalecen la vaguedad e imprecisión, tal como sucede con casi todos los demás temas sobre religión. El cristiano que no quiere quedar continuamente varado en su peregrinaje espiritual, tiene que tener su cauce bien marcado y su mente saturada de definiciones claras.
Digo, pues, que “la idolatría es aquella adoración en que el honor debido al Trino Dios y a él únicamente, es dado a algunas de sus criaturas o a alguna invención de sus criaturas”. Puede variar muchísimo. Puede asumir formas extremadamente diferentes según la ignorancia o el conocimiento, la civilización o la barbarie, de los que la ofrecen. Puede ser groseramente absurda y ridícula, o puede acercarse a la verdad y, por ende, ser engañosamente defendida.
No es necesario que alguien niegue expresamente a Dios y a Cristo a fin de ser idólatra. Lejos de ello. Profesar reverencia al Dios de la Biblia y la idolatría, propiamente dicha, es perfectamente compatible. A menudo, éstas han andado lado a lado y lo siguen haciendo. A los hijos de Israel no les cruzó por la mente la idea de renunciar a Dios cuando persuadieron a Aarón que hiciera un becerro de oro. “Estos son tus dioses”, dijeron, “que te sacaron de la tierra de Egipto”. Y la fiesta en honor al becerro se conservó como “fiesta para Jehová” (Éx. 32:4-5). Es digno de notar que el ídolo no se erigió como un rival de Dios, sino pretendiendo ser una ayuda, un peldaño hacia su servicio. Pero… cometieron un gran pecado. La honra debida a Dios fue dada a una representación visible de él. Fue una ofensa contra la majestad de Jehová. El Segundo Mandamiento fue quebrantado. A los ojos de Dios, aquel acto fue uno flagrante de idolatría.
Subrayemos bien esto: Ya es tiempo de quitar de nuestra mente esas ideas vagas sobre idolatría que son comunes en la actualidad. No hemos de creer, como lo hacen muchos, que sólo hay dos tipos de idolatría: La idolatría espiritual del hombre que ama a su esposa, a sus hijos o su dinero más que a Dios. O la idolatría abierta, grosera, del hombre que se inclina ante una imagen de madera, metal o piedra por ignorancia. Podemos estar seguros de que la idolatría es un pecado que abarca un campo mucho más grande que esto… es una pestilencia que se introduce en la Iglesia de Cristo en una medida mucho más amplia de lo que muchos suponen. Es una impiedad que, como el hombre pecador, “se sienta en el templo de Dios” (2 Ts. 2:4). Es un pecado contra el cual tenemos que cuidarnos y orar continuamente. Entra sigilosamente en nuestra adoración religiosa sin que la sintamos y la tenemos delante de nosotros antes de que la notemos.
Retengamos estas cosas en nuestra mente y considerémoslas seriamente. La idolatría es un tema que debe ser examinado, comprendido y conocido a fondo en cada iglesia de Cristo que quiere mantenerse pura. Por algo es que San Pablo da el mandato severo de huir de la idolatría.
Veamos ahora la causa que origina la idolatría. ¿De dónde procede? Al hombre que tiene un concepto extravagante y exaltado del intelecto y el razonamiento humano, la idolatría le puede parecer absurda. La considera demasiado irracional para cualquiera, menos para las mentes débiles, a quienes sí les puede representar un peligro.
Al que piensa superficialmente acerca del cristianismo, el peligro de la idolatría puede parecerle insignificante. Cualesquiera que sean los mandamientos que se quebranten, diría tal persona, es poco probable que quebranten el Segundo Mandamiento.
Ahora bien, ambas personas demuestran una ignorancia deplorable acerca de la naturaleza humana. No ven que hay raíces secretas de idolatría dentro de todos nosotros. La prevalencia de la idolatría entre los paganos, en todas las edades, seguramente desconciertan al primero; las advertencias de los pastores protestantes contra la idolatría pueden parecerle fuera de lugar al segundo. Ambos por igual son ciegos en cuanto a su causa.
La causa de la idolatría es la corrupción natural del corazón del hombre. Esa gran enfermedad familiar que sufren todos los hijos de Adán desde su nacimiento se manifiesta en esto, al igual que en otros miles de maneras. Procede de la misma fuente que “los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño” y cosas semejantes (Mr. 7:21-22), de esa misma fuente brotan los conceptos falsos acerca de Dios y los conceptos falsos de la adoración debida a él y, por lo tanto, cuando el apóstol Pablo le dice a los gálatas cuales son las “obras de la carne”, da un lugar prominente entre ellas a la “idolatría” (Gá. 5:19-21).
El hombre, necesariamente, va a tener algún tipo de religión. Dios no nos ha dejado a ninguno de nosotros sin un testimonio de él, por más pecadores que seamos. Como en las antiguas inscripciones enterradas bajo montones de escombros, igualmente algo hay grabado en el fondo del corazón del hombre por más tenue y borroso que sea, algo que le hace sentir que tiene que tener una religión y una adoración de algún tipo. Encontramos prueba de esto en la historia de viajes en todas las partes del globo. Las excepciones a la regla son tan pocas, si es que las hay, que sólo confirman esta verdad. La adoración del hombre en cualquier rincón oscuro de la tierra puede elevarse no más alto que su temor incierto de un espíritu maligno y el deseo de aplacarlo. Lo cierto es que, de una u otra manera, el hombre tendrá algún tipo de adoración.
Pero luego viene el efecto de la caída. El desconocimiento de Dios, los conceptos carnales y bajos de su naturaleza y atributos, nociones terrenales y sensuales del servicio que es aceptable a él, caracterizan la religión del hombre natural. Siente ansiedad por algo que no puede ver, sentir ni tocar en su divinidad. Quiere bajar a Dios a su propio bajo nivel. Quiere hacer de su religión una cosa asequible a sus sentidos, especialmente al de su vista. No tiene idea de la religión del corazón ni de la fe y el espíritu. En suma, así como está dispuesto a vivir en el mundo de Dios una vida caída y degradante, está dispuesto también a adorar de la manera que sea; pero hasta no ser renovado por el Espíritu Santo, la suya siempre será una adoración caída. En resumen, la idolatría es un producto natural del corazón del hombre. Es una maleza que, como la tierra sin cultivar, el corazón está siempre presto para producir.
La causa no es otra cosa que la profunda corrupción del corazón del hombre. Es una propensión natural y una tendencia en todos nosotros rendir a Dios un culto sensual, carnal, y no aquello que su Palabra manda. Estamos siempre listos, en razón de nuestra dejadez e incredulidad, a inventar ayudas visibles y peldaños artificiales en nuestros intentos de acercarnos a él y, en definitiva, darle estas invenciones nuestras para honrarle en la forma que creemos merece. De hecho, la idolatría es toda natural, cuesta abajo y fácil, como el camino ancho. La adoración espiritual es toda de gracia, cuesta arriba, contra corriente. Cualquier tipo de adoración es más agradable al corazón natural que adorar a Dios “en espíritu y en verdad” de la manera que nuestro Cristo el Señor describe: (Jn. 4:24).
Este artículo fue tomado de “Idolatry”, en Knots Untied (Nudos desatados), reimpreso por Charles Nolan Publishers
J. C. Ryle (1816-1900): Obispo de la Iglesia Anglicana. Fue descrito cierta vez como “un hombre de granito con el corazón de un niño”. Spurgeon lo llamó “el mejor en la Iglesia Anglicana”. Reconocido autor de Santidad, Knots Untied, Old Paths (Sendas antiguas), Expository Thoughts on the Gospels (Pensamientos expositivos sobre los Evangelios) y otros. Nació en Macclesfield, Condado de Cheshire, Inglaterra.
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