Para un gran numero de teólogos de tradición reformada, la doctrina mas importante de la reforma fue la de la gracia común. Fue esta doctrina la que trajo una revolución social y cultural a la Europa del siglo XVI-XVII. En este articulo quisiéramos dar una breve introducción a la doctrina de la gracia común y la gracia especial.
El Espíritu y la gracia común
La gracia común es el favor general de Dios por medio del cual restringe el pecado y sus consecuencias, mantiene la vida y la cultura humanas, y otorga una serie de dones y bendiciones a todas las personas de manera indiscriminada.
La gracia común es la gracia por la cual Dios se preocupa de la creación y la humanidad caída sosteniendo y guiando providencialmente a la creación a pesar de los efectos devastadores de la caída. Dejada a su suerte, el pecado habría destruido y diezmado la creación. Pero Dios no dejó a la creación ni a la humanidad solos, permitiendo que el pecado causara estragos. Por lo tanto, después de la caída, mediante la obra del Espíritu Santo Dios sostiene la creación interponiendo su gracia. A diferencia de la gracia especial, por la cual Dios renueva y redime a su pueblo, la gracia común refrena el pecado, mantiene la vida y la cultura humanas, y otorga dones a todas las personas indiscriminadamente. Este favor común no es salvífico. No puede renovar ni redimir; solamente puede restringir y forzar. Aun así, se trata de un aspecto de la providencia de Dios y se considera gracia, y con razón, ya que se refiere al sostenimiento inmerecido y misericordioso del orden creado por parte de Dios y la benevolencia general de Dios hacia la humanidad después de la caída.
En las Sagradas Escrituras el sostenimiento misericordioso de la creación tras la caída está estrechamente relacionado con el pacto noético (Gn 9:8–17), en el que Dios no sólo promete no destruir el mundo nunca más mediante un diluvio, sino que también promete sostener y mantener el orden creado a pesar del pecado de los seres humanos. Si bien está relacionado con el pacto noético, el sostenimiento de la creación por Dios y la benevolencia general hacia toda la humanidad después de la caída es evidente en toda la Biblia. Dios está presente con sus criaturas, revelándose a la humanidad por las obras de sus manos de una manera general (no especial o salvífica) (Hch 17:24–28, Rom 1–2, Sal 19). A los malvados se les muestra gracia (Is 26:10). La creación funciona de acuerdo con su diseño (Sal 104). La lluvia cae sobre justos e injustos (Mt 5:45). Las habilidades, poderes y virtudes se consideran dones de Dios (Stg 1:17). La cultura, el arte y las instituciones sociales se mantienen y sirven al bien de la humanidad (Rom 13:4; Ap 21:24–6). En definitiva, las Escrituras muestran que todo lo bueno y hermoso tiene su origen en Dios. Él es quien sostiene y guía su creación.
Sin embargo, la gracia común no es suficiente para traer salvación. Puede que restrinja los efectos del pecado y permita que haya cosas buenas y bellas dentro de la cultura y la sociedad, haciendo así posible el desarrollo cultural y cierta medida de florecimiento humano, pero no puede renovar el alma ni quitar la culpa del pecado y redimir a la humanidad caída. Por consiguiente, la gracia común es tan sólo un aspecto de la providencia de Dios; refrena pero no resuelve el problema del pecado. En la medida en que la gracia común mantiene la creación y la humanidad, es el fundamento de la gracia especial. De este modo, la gracia común también se puede considerar como la sufrida paciencia e Dios (la postergación de su juicio), para que pueda actuar a través de Cristo para redimir a su pueblo (2 Pe 3:9), y, en Cristo, toda la creación es verdaderamente restaurada.
La doctrina de la gracia común es teológicamente significativa porque permite a los cristianos afirmar y deleitarse en la bondad, la belleza y el valor de la creación y la cultura, al mismo tiempo que reconocen la seriedad del pecado. Incluso después de la caída, hay un valor inherente en la creación de Dios. La gracia no se opone ni entra en conflicto con la naturaleza; se opone al pecado Así pues, la doctrina de la gracia común proporciona la base para una teología de la cultura que no repudia el mundo (ascetismo) ni lo abraza (mundanalidad). Los cristianos pueden apreciar y deleitarse cuando observan la verdad, la moralidad, los actos de bien cívico y la belleza (etc.) en la cultura y la sociedad como regalos de Dios. Pueden utilizar estos dones con frecuencia mientras trabajan junto a los no creyentes. Sin embargo, la realidad del pecado y sus consecuencias permanecen. La gracia común no redime. Ninguna de las buenas acciones de las criaturas caídas, ninguno de los elementos bellos que hay dentro de la cultura, pueden redimir o renovar el corazón; para eso hace falta la gracia especial de Dios. Esto significa que la doctrina de la gracia común también orienta nuestra adoración. En la doctrina, a los cristianos se les recuerda que deben dirigir sus ojos hacia el Dador en lugar de centrarse en sus dones. La doctrina de la gracia común no solo afirma la bondad de la creación sino, lo que es más importante, lleva al cristiano a adorar al Dios que sostiene su creación y la dirige después de la caída.
Pasajes clave
Gn 8:20–22; Gn 9:1–3; Is 26:10; Sal 104; Mt 5:45; Lc 6:35–36; Hch 14:16–17; Col 1:15–17; Stg 1:17; Ap 21:24–26
El Espíritu y la gracia especial
La gracia especial es el favor inmerecido e irresistible de Dios mediante el cual él redime y renueva, salvando a los pecadores y restaurando la creación a través de la obra de Cristo y por el poder del Espíritu.
La gracia es el favor inmerecido de Dios otorgado libremente a la humanidad caída. Toda bendición y don encuentra su origen en la gracia de Dios. Sin embargo, mientras que la gracia de Dios es una, se distingue entre gracia especial y común. Esta última se refiere al favor general de Dios, por el cual él restringe el pecado y sus consecuencias, mantiene la vida y cultura humanas, y otorga dones y bendiciones a todos de manera indiscriminada. La primera se refiere al favor especial de Dios, mediante el cual él redime y renueva, salvando a los pecadores y restaurando la creación por la obra de Cristo a través del poder del Espíritu. La gracia común restringe e impulsa, pero la gracia especial redime y renueva. La gracia común se da a todos; la gracia especial se limita a los elegidos. Es especial no sólo porque es salvífica, sino porque es específica y sólo se concede libremente al pueblo de Dios. Las Escrituras dan testimonio de la obra misericordiosa de Dios para redimir a su pueblo y restaurar a su creación caída de las consecuencias del pecado. Como tal, relaciona estrechamente la gracia especial de Dios con su consejo y elección eternos (Is 46:10, Ef 1:11, Lc 7:30, Hch 20:27), establece el pacto de la gracia como la forma que asume la gracia especial (Gn 17:7; Dt 4:31; Rom 11:1–2), identifica a Cristo como el mediador del pacto (2 Cor 1:20; Rom 3:24; Heb 9:20), da testimonio del poder del Espíritu al aplicar la obra de Cristo (Jn 3:3–5; Tito 3:5) y apunta a la renovación completa de todas las cosas en el éscaton (Rom 8:22–24; Ap 21–22).
El origen de la gracia especial es Dios, y es únicamente a través de la revelación especial que su gracia especial se da a conocer. De él fluye una gracia especial hacia su pueblo, y en ella manifiesta su bondad y amor a los que ha elegido. La Biblia muestra que su manifestación no puede separarse de la obra de Cristo que, como mediador del pacto, adquiere la salvación en la cruz (Rom 5:20–21). La Escritura revela que la obra de redención de Cristo se aplica al creyente a través de la obra del Espíritu. Por lo tanto, la aplicación de la gracia especial al creyente está íntimamente relacionada con la misión del Espíritu Santo.
La gracia especial es pura gracia. No surge de nada que pueda haber en el indigno destinatario. Es sólo por gracia que uno se salva, a través de la fe, que también es un don de la gracia (Ef 2:7–9). Dentro de las tradiciones agustiniana y reformada, la gracia especial se concibe como un don irresistible y eficaz de Dios que está enraizado en su consejo eterno y cambia el corazón de los creyentes para que se vuelvan voluntariamente a Dios (Jn 10:3; Rom 8:30). Así pues, la gracia especial no es una fuerza determinista, sino un don que renueva y restaura de tal manera a la persona que, una vez que la recibe, no puede resistirse a sus efectos. Por último, teniendo su origen en Dios, la gracia especial renueva a los creyentes desde dentro, los redime de la culpa y el castigo del pecado, los limpia de la contaminación del pecado (Fil 1:6) y les da dones espirituales (Gal 5:22–23). Por lo tanto, la gracia especial de Dios no sólo salva a los pecadores de la pena del pecado, sino que también renueva y restaura lo que fue corrompido por la caída. La gracia restaura la naturaleza.
Mientras que en las tradiciones agustiniana y reformada, la gracia especial es irresistible, eficaz y se distingue de la gracia común, en la tradición wesleyana-arminiana, la gracia salvadora (justificadora) es resistible y se distingue de la gracia preveniente y santificante. La gracia preveniente de Dios se considera un don universal e inmerecido que precede y permite a la voluntad volverse hacia Dios. Es un don necesario debido a la incapacidad de la humanidad pecaminosa para volverse a Dios, pero no es efectiva y, por tanto, se la puede resistir. La gracia justificadora se produce cuando alguien responde libremente y se vuelve hacia Dios, aceptando la oferta de salvación. La gracia justificadora o perdonadora redime a los creyentes, salvándolos de la culpa y el castigo del pecado. La gracia santificadora, que sigue y fluye de la gracia justificadora, renueva y restaura a los creyentes desde dentro, otorgando dones espirituales y limpiando a los creyentes de la contaminación del pecado.
La gracia especial es una doctrina de significado inconmensurable para los creyentes, porque por gracia Dios otorga el don inmerecido de la salvación (Gal 2:21). Además, la gracia especial también muestra que la salvación, aunque concreta, es integral. Dios actúa para redimir y restaurar todo lo que fue corrompido y contaminado en la caída, una obra que finalmente se completará en el éscaton (Ap 21–22).
Pasajes clave
Dt 4:31; Jn 1:16; Hch 15:11; Ro 3:24; Ro 5:15–21; Ro 11:6; Gl 2:21; Ef 1:11; Ef 2:8–9; Tit 2:11; Tit 3:4–7
Fuente: Gayle Doornbos, «El Espíritu y la gracia común», en Sumario Teológico Lexham, ed. Mark Ward et al. (Bellingham, WA: Lexham Press, 2018).
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