David Martyn Lloyd-Jones
“Hijitos, guardaos de los ídolos. Amén” (1 Juan 5:21).
Hay eruditos que dicen que éstas son probablemente las últimas palabras de todas las Escrituras, si se toman en orden cronológico. No hay pruebas de que así sea, pero habría mucho que decir sobre esto. De cualquier manera, éstas son las últimas palabras de [Juan] quien estaba muy preocupado por la vida y el futuro de los cristianos a quienes les estaba escribiendo. Las palabras de un anciano siempre merecen respeto y consideración; son palabras basadas en largos años de experiencia. Las últimas palabras de cualquier persona son importantes, pero las últimas de grandes hombres son excepcionalmente importantes y cuando las últimas palabras son de un Apóstol del Señor Jesucristo, tienen muchísima importancia.
Aquí tenemos a un hombre quien habla con base en sus extraordinarias experiencias. Es un anciano; sabe que el final está cerca, ve a este grupo de gente en un mundo hostil y quiere que vivan una vida victoriosa. Quiere que tengan un gozo que puede ser absoluto y les dirige sus últimas palabras, diciéndoles: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.
Hay cosas en esta vida y este mundo que constantemente amenazan interponerse entre nosotros y el conocimiento de Dios. En otras palabras, nos guste o no, es una guerra, es una lucha de fe; hay un enemigo en contra de nosotros. Hacia el final de la carta, Juan nos recuerda al “maligno” cuyo objetivo supremo es interponerse entre nosotros y ese conocimiento. Y ¿cómo lo hace? Por supuesto, tratando de que fijemos nuestra mente, nuestra atención y nuestro corazón en otra cosa. Es por eso que Juan termina con este tenor para advertirnos contra ese terrible peligro.
Por lo tanto, permítanme poner esto en la forma de tres proposiciones. La primera es que el peor enemigo que confrontamos en la vida espiritual es la adoración a ídolos. El peligro más grande que todos enfrentamos no es cuestión de obras o de acciones, sino de idolatría. ¿Qué es idolatría?
La manera más fácil de definirla es ésta: Un ídolo es cualquier cosa en nuestra vida que ocupa el lugar que debiera ocupar Dios únicamente… cualquier cosa que ocupa una posición controladora en mi vida es un ídolo.
Obviamente, puede ser un ídolo propiamente dicho, pero no se limita a eso, ¡qué bueno que así fuera! No, la idolatría puede consistir en tener nociones falsas acerca de Dios. Si yo estoy adorando mi propia idea de Dios y no al verdadero Dios viviente, eso es idolatría. Pero quiero recalcar que la idolatría puede asumir otras formas; es posible que adoremos nuestra religión en lugar de adorar a Dios. ¡Qué cosa sutil es esta idolatría!
Podemos creer que estamos adorando a Dios, cuando en realidad simplemente estamos adorando a nuestras propias prácticas y observancias religiosas. Siempre es un error cualquier tipo católico de religión que da importancia a hacer ciertas cosas específicas de ciertas maneras concretas, como por ejemplo levantarse muy temprano para ir a la primera misa del día. El énfasis puede ser más en esta práctica que en la adoración a Dios. Digo eso sólo como ilustración. No se circunscribe a algo de corte católico, se encuentra también en círculos evangélicos. Es posible que adoremos, no sólo nuestra propia religión, sino nuestra propia iglesia, nuestra propia congregación, nuestra propia secta, nuestro propio punto de vista. Éstas son las cosas que podemos estar adorando. La teología se ha convertido, a menudo, en un ídolo para muchos que, en realidad, han estado adorando ideas y no a Dios. A pesar de lo terrible que es esto, estoy seguro de que todos coincidirán en lo fácil que es olvidar la persona del Señor Jesucristo y circunscribir nuestra adoración a las ideas, a las teorías y a las enseñanzas relacionadas con él.
Además, hay personas que adoran sus propias experiencias; no hablan de Dios, hablan de ellos mismos y lo que les ha sucedido teniendo siempre al yo en primer plano usurpando el lugar de Dios. Hay quienes adoran al estado o a ciertas personas en el poder. Existe una especie de misticismo que se ha ido desarrollando… hay quienes todavía adoran al estado, a su poder y a lo que éste puede hacer por ellos, viven para él, haciéndolo su ídolo, su dios.
O quizá el ídolo supremo es el yo, porque me imagino que en un último análisis podemos encontrar el origen de todos los demás en el yo. Las personas, por ejemplo, adoran su país porque es su país. No adoran otro país y eso es por una sola razón: Nacieron en este país en lugar de aquél. Se trata de ellos mismos. Sucede lo mismo con los hijos; es porque son sus hijos. ¿Y estos otros? Pues bien, se trata de la relación con los que significan algo para usted; siempre se trata del yo. Todos los santos a través de los siglos, así lo han reconocido. El ídolo definitivo con el cual debemos tener sumo cuidado es este horrible yo, la preocupación por nosotros mismos, poniéndonos a nosotros mismos en el lugar donde debiéramos poner a Dios. Toda gira alrededor de mí mismo, mis intereses, mi posición, mi desarrollo y todo lo que se deriva de eso.
El peligro más grande en la vida espiritual es la idolatría y el hecho que se infiltra en todas nuestras actividades. Se inmiscuye en nuestra obra cristiana. El peligro más grande que enfrenta el predicador detrás del púlpito, es la preocupación de querer predicar de cierta manera en particular. Se inmiscuye en todas nuestras actividades. Examinémonos a nosotros mismos mientras pensamos en estas cosas.
El segundo principio es que debemos guardarnos de esto. “Guardaos”, dice Juan, la cual realmente significa que tenemos que mantenernos en guardia como si estuviéramos detrás de una barricada contra el horrible peligro de la idolatría. Ahora bien, notemos que Juan nos dice que esto es algo que tenemos que hacer nosotros, nadie lo puede hacer por nosotros. “Guardaos de los ídolos”. No es cuestión de decir: “El Señor se encargará de eso”. No, tenemos que mantenernos siempre en guardia, velar y orar. Debemos hacerlo teniendo conciencia de este terrible peligro. A primera vista, pareciera que Juan se está contradiciendo, porque en el versículo dieciocho dice: “Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca”. ¿Se está contradiciendo? No, estas cosas forman el equilibrio perfecto que siempre encontramos en las Escrituras de principio a fin. Es sencillamente la manera como Juan está diciendo: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil. 2:12-13).
En otras palabras, tenemos que mantenernos en una relación correcta con él. Si usted y yo mantenemos nuestra mente puesta en el Señor Jesucristo por medio del Espíritu Santo, no necesitamos preocuparnos. El Hijo de Dios nos protegerá y el maligno no podrá tocarnos. No tengo que enfrentarme con el maligno en una sola batalla, no estoy luchando directamente contra el diablo, por así decir. Lo que hago es mantenerme en esa relación correcta con Cristo y él vencerá al enemigo por mí. Tengo que cuidarme de que algún ídolo no esté recibiendo mi tiempo y energía, ni las cosas que debo dar a Dios. Tengo que estar constantemente en guardia… Debo velar por mi mente y entendimiento, debo velar por mi espíritu y mi corazón. Ésta es la labor más delicada del mundo. Es la tentación central, por lo que tengo que velar y orar constantemente, y mantenerme ahora y siempre en guardia.
Esto me trae a la última proposición, la cual es esencialmente práctica. ¿Cómo haré esto? ¿Cómo me guardo de los ídolos? Me parece a mí que los principios son muy sencillos.
Lo primero que tenemos que hacer es recordar la verdad acerca de nosotros mismos. Tenemos que recordar que somos pueblo de Dios, que somos los que Cristo ha comprado por precio y a costa de su sangre preciosa. Tenemos que recordar nuestro destino y el tipo de vida en que estamos inmersos y en el cual transitamos. Tenemos que recordar, como Juan nos lo recuerda en el versículo diecinueve, que “somos de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno”. En otras palabras, somos de Dios y pertenecemos a Dios, entonces tenemos que vivir para Dios y no para ninguna otra cosa. Sea lo que sea, no debo vivir para nada en esta vida y en el mundo. Puedo usar las cosas, pero no abusar de ellas. Dios me ha dado dones, pero si convierto a cualquiera de ellos en mi dios, estoy abusando de ellos; estoy adorando a la criatura en lugar del Creador. ¡Ay, qué tragedia sería si eso hiciera! La manera de evitarlo es tener conciencia de lo que soy, de ejercitar este “entendimiento” que Cristo me ha dado por medio del Espíritu Santo (v. 20). Tengo que recordar que no soy de este mundo y, por lo tanto, no debo vivir para el mundo ni adorar algo o alguien que pertenece a éste.
O podemos expresar lo dicho como un segundo principio: Recordar la verdadera naturaleza de los ídolos. Esa es la forma de evitar adorarlos y una muy buena manera de guardarnos de la idolatría. Miremos y consideremos lo que son, y esto es también algo que necesitamos que nos recuerden constantemente. Observemos las cosas a las que somos propensos a rendir culto y adorar; aun en el mejor de los casos, ¿lo merecen?, ¿existe en este mundo transitorio algo que sea digno de nuestra adoración y nuestra devoción? Sabemos muy bien que no. En este mundo no existe nada que dure, todo es temporal, todo se encamina hacia un final. No hay nada duradero y eterno, nada de esto es digno de nuestra adoración. Todo esto son cosas que nos fueron dadas por Dios, entonces usémoslas como tales, no las consideremos dignas de toda nuestra devoción. ¿No es trágico pensar en un alma humana adorando el dinero, sus posesiones, su posición, el éxito, a otra persona, hijos o cualquier otra cosa de esta vida y mundo? Todo pasa. Hay sólo uno que es digno de toda adoración y ese es Dios.
Y esto es lo último para recordar. La manera definitiva de evitar la idolatría es recordar la verdad acerca de Dios y vivir en comunión con él. Cuando nos sintamos tentados a caer en la idolatría, pensemos una vez más en la naturaleza y la persona de Dios. Recordemos que es él quien nos da el privilegio de adorarlo y andar con él, conocerle y tener comunión y conversar con él, ser un hijo de Dios, seguir adelante y pasar la eternidad en su santa presencia.
A medida que tenemos conciencia de esta maravillosa posibilidad de conocer a Dios, todo lo demás se torna insignificante. En otras palabras, el consejo final del Apóstol, me parece a mí, puede expresarse así: Debemos luchar sin cesar para hacer que la presencia y la comunión con Dios sea una realidad. Hacer una realidad de su proximidad y su presencia, hacer una realidad de su comunión, saber que estamos con él y en él y, así, asegurarnos de que nunca nada ni nadie se interpondrá entre nosotros y él.
Tomado de Life of God (Vida de Dios), Tomo 5, en Life in Christ: Studies in 1 John (Vida en Cristo: Estudios en 1 Juan) por David Martyn Lloyd-Jones, © 2002. Usado con permiso de CrosswayBooks, una división de Good News Publishers, Wheaton, IL 60187, www.crosswaybooks.org.
David Martyn Lloyd-Jones (1899-1981): Probablemente el predicador expositivo más grande del siglo XX. Después de estudiar medicina exitosamente, estuvo a punto de ejercer dicha profesión cuando Dios lo llamó a predicar el evangelio. Sucesor de G. Campbell Morgan como pastor de Westminster Chapel, Londres, Inglaterra, 1938-68. Nacido en Gales
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