“Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré” (Isaías 46:4)
Estamos en la batalla cultural. Y al parecer la lucha se está desarrollando en varios frentes. Aborto, matrimonio homosexual, ideología de género, concepto de familia, ley mordaza etc. La mayoría de estos tópicos poseen claras referencias bíblicas en cuanto a lo que ordena, prohíbe y permite nuestro Señor. Sin embargo, cuando hablamos de eutanasia nos encontramos con pocas alusiones bíblicas respecto de cómo los cristianos debemos enfrentar este delicado tema. Es cierto, tenemos textos bíblicos como “no matarás”, o su expresión en positivo, “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Claramente estos mandamientos apuntan a buscar el bienestar del otro, y a permitir su máxima realización y vocación en la tierra. No obstante, los insumos bíblicos para hablar de eutanasia no son tan claros ni evidentes como es el caso del aborto o matrimonio homosexual, donde sí encontramos mandamientos expresos y explícitos. Por esta razón, pretendo abordar cuáles serían algunos de los criterios y/o indicadores que debiéramos utilizar al momento de explicar y enfrentar la eutanasia.
En general existen dos tipos de eutanasia. La eutanasia pasiva, y la eutanasia activa (hay un tercer tipo dentro de la categoría que recibe el nombre de “suicidio asistido”, y que por motivos de espacio no analizaré aquí) En primer lugar, la eutanasia pasiva es aquella donde no existe una acción directa para quitar o poner fin a la vida de una persona. En otras palabras, se le suspenden todos los tratamientos “extraordinarios” que la mantienen con “vida”. Podríamos decir que son tratamientos extraordinarios los que resultan carísimos, riesgosos, o asimétricos en relación a los efectos esperados, que conllevan la recuperación del enfermo. Serían aquellos donde el “remedio” resulta peor que la enfermedad. Esto también incluye lo que he llamado la “experimentación darwiniana”, es decir, tratar al ser humano como un conejillo de indias, y someterlo a toda clase de procedimientos médicos que violan la dignidad de la persona, o lo que comúnmente se conoce como el “encarnizamiento terapéutico”. Hacer esto sería violar la máxima kantiana que nos prohíbe tratar a otros como un medio y no como un fin. Y esto es lo que sucede en todo procedimiento médico donde los profesionales, sabiendo que el paciente no tiene posibilidad alguna de sobrevivir, sin embargo, aplican estos medios extraordinarios para experimentar y aprender a costa del paciente. Un ejemplo de esto es la muerte cerebral, donde la persona vive artificialmente conectada a una máquina. Como decía un teólogo: “las luces de la casa están encendidas, pero ya nadie vive ahí”
En la práctica los cristianos siempre hemos aceptado (consciente o inconscientemente) la eutanasia pasiva. ¿Cuantas veces hemos pedido a Dios que se lleve pronto a un familiar, hermano o amigo que sufre, y que no tiene posibilidad alguna de recuperación?, o ¿cuántas veces le hemos dicho al mismo enfermo, que no se aferre más a esta vida y que acepte la voluntad del Señor para que descanse en paz?
Estas prácticas, lejos de ser impías e inmorales, son el fruto de la reflexión cristiana. Hay un “tiempo de nacer, y tiempo de morir” (Ecl. 3:2) También para el cristiano la muerte es ganancia (Fil. 1:21) Y su único deseo es encontrarse con su Señor (2 Cor. 5:8) Por lo tanto, no tenemos el derecho de obligar a ninguna persona a que sea sometida a procedimientos médicos infructuosos e inútiles que solo extienden artificialmente la vida unas cuantas horas, o tal vez un par de días. En segundo lugar, definimos la eutanasia activa como aquella acción que interviene directamente sobre la persona y que busca quitarle la vida. Y esta práctica es lo que actual y convencionalmente se conoce como eutanasia propiamente tal. Por lo tanto, a contar de ahora, cuando hablemos de eutanasia (a secas) nos estaremos refiriendo a la eutanasia activa. Quienes proponen la legalización de la eutanasia, generalmente invocan dos argumentos: por un lado el irresistible sufrimiento que padece la persona, y por el otro la autonomía de la voluntad de la persona. Para ambos casos se aduce que cada persona tiene la absoluta libertad de poner fin a su vida, sin que nadie coarte o conculque su derecho a morir.
En el papel suena muy lógico, convincente y sensible, ¿A quién se le ocurriría ir contra la libre voluntad de un individuo que sometido a un terrible sufrimiento decide poner fin a su vida? No obstante, en la práctica se observa otro escenario. ¿Hasta qué punto es “libre y autónoma” una persona que está sometida a un grado de sufrimiento superlativo?, ¿Conserva esta persona sus facultades mentales estables y competentes para tomar una decisión tan drástica como dejar de vivir? Si nosotros nos estremecemos cuando vemos morir a alguien en un fatal accidente, o cuando asistimos al velorio de un amigo ¿Cuánto más difícil será para una persona que está bajo condiciones de dolor, pánico y angustia, tomar una decisión tan radical y dramática como acabar con su vida? Claramente el argumento de la supuesta libertad y autonomía se nos derrumba, ya que un individuo en condiciones de enajenación no está en las mejores circunstancias como para ejercer su libertad y autonomía. Y para ser honestos, en los países donde se practica la eutanasia, no son los enfermos quienes deciden, sino los familiares más cercanos, o en su defecto el verdugo de turno, perdón, el médico de turno. Pero también hay otro argumento que podemos esgrimir en contra de la eutanasia. Este argumento se sustenta en el principio que nos dice: “el que puede lo más, puede lo menos”. En otras palabras, si la persona puede disponer de su propia vida (que es el bien mayor que poseemos), entonces también podrá disponer de algunos elementos que constituyen esa misma vida, por ejemplo, su libertad. Bajo esta lógica, si una persona puede poner término a su vida (eligiendo la muerte), entonces también podrá poner término a su libertad (eligiendo la esclavitud). Si el sufrimiento es la fuente que franquea la posibilidad de terminar con mi vida, entonces también lo será para renunciar a otros derechos como la libertad. Imagine una persona que padece de un profundo sufrimiento y depresión debido a sus precarias condiciones de pobreza, y la única opción para salir de su situación es vender su libertad a cambio de una suculenta suma de dinero, ¿justificaríamos entonces la esclavitud? ¡Por supuesto que no! ¿Por qué? Porque hay derechos a los que no podemos renunciar. Porque detrás del derecho a la vida (y los otros derechos que emanan de ella), está la imagen de Dios, la que nos otorga un valor y una dignidad única, e irrepetible (Gen. 1:26-27). Pero también nos hace mayordomos de Dios. Ante quién algún día tendremos que rendir cuentas y explicaciones respecto de cómo administramos la vida que se nos entregó (Lc. 16:2)
Por lo tanto, descubrimos que la eutanasia no respeta ni la libertad del enfermo, ni mucho menos su dignidad. Lejos de ser una “muerte buena”, es la forma más brutal e inhumana que se le puede aplicar a una persona que sufre. Aprobar este proyecto de ley implicaría satanizar socialmente todo tipo de enfermedades, incluyendo a las personas diferentemente capacitadas: ciegos, sordos, trisómicos (síndrome de Down), y especialmente aquellos pacientes que padecen de enfermedades graves, crónicas y degenerativas. Cuando la eutanasia (y también el suicidio asistido) es legal, inevitablemente pasa a ser consideraba como una opción legítima por los miembros de la sociedad (incluyendo a los familiares) y que por lógica consecuencia sería casi inmoral no allanarse a este “beneficio”. Quien se empecina en seguir viviendo bajo condiciones de salud complejas y difíciles, comienza a dar la imagen de ser una persona mezquina, que obcecadamente impone su dolencia y sus problemas al resto de la familia y sociedad.
De esta manera, la legalización de la eutanasia lejos de calmar el sufrimiento, y de reivindicar la autonomía del paciente, en realidad lo discrimina y estigmatiza como un problema. El foco del problema ya no es la enfermedad, sino la persona. Si no puedo eliminar el sufrimiento, entonces eliminemos al que sufre. Y con este paradigma surge un problema más dramático, ya que va dando forma a una sociedad de tipo espartana, donde las enfermedades y el sufrimiento, aparte de tornarse repulsivas, transforman al paciente en un estorbo y alguien moralmente indeseable. Esta es la verdad que oculta el N.O.M. (nuevo orden mundial), formar una sociedad que deshecha a los débiles y premia a los físicamente aptos, al más puro estilo del Partido Nazi.
Al inicio de esta columna dijimos que los textos bíblicos que se referían explícitamente a la eutanasia eran pocos. Y me remití a Isaías 46:4 ¿Por qué? Porque claramente refleja el compromiso de Dios con los más débiles. La cosmovisión judeo-cristiana no discrimina ningún tipo de vida. Porque toda vida es sagrada (2 Cor. 5:15) desde la concepción hasta las canas. Y porque para defender la vida hay que amarla y creer que tiene sentido. Para transmitir la vida, se debe ser feliz y abrirse a la esperanza. Tal vez, los enemigos de la libertad, no saben lo que es la verdadera alegría, o el gozo de vivir. Promueven el aborto y la eutanasia porque no tienen razones para la vida, porque detrás de su relajo, de su cinismo, o vida light, hay una terrible soledad y larvada desesperanza. (Copiado)
Rev. Walter Vega,
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