Por las aldeas y pueblos de Alemania una bula del Papa León X anunciaba unas indulgencias especiales. ¡A cambio de unas pocas monedas cualquier católico podía comprarse el perdón de sus pecados!
Por los pueblos y las aldeas de Alemania el hábil pregonero Johann Tetzel anunciaba: “Tengo en mis manos los pasaportes que dan al alma entrada a los goces del paraíso celestial. Cualquiera puede ser perdonado, no importa el pecado cometido. El santo Padre tiene el poder en el cielo y en la tierra para perdonar pecados, y si el Papa los perdona, Dios está obligado también a perdonarlos. En cuanto la moneda suena en la tina, el alma salta del purgatorio directamente al cielo”.
El Padre Martín Lutero, recién nombrado profesor de Biblia y Teología de la Universidad de Wittenberg, oyó la extraordinaria oferta. “¿Qué es esto?” se preguntó, “¿Cómo puede venderse algo que Dios ofrece gratuitamente por su gracia?” No lo pensó mucho. La gravedad de la distorsión salvadora le llevó a escribir unas 95 tesis sobre unas hojas de papel y clavarlas —como era la costumbre cuando se quería debatir un tema religioso— sobre la puerta de la Catedral del pueblo.
Lo que esperaba Lutero era que algunos sacerdotes de Wittenberg se reunieran esa tarde y por unas horas discutieran la propiedad de la venta de indulgencias. Al llegar a una decisión, la proclamarían a los ciudadanos de la ciudad.
Pero esa tarde no llegó ni un solo sacerdote. No se tuvo ningún debate. En lugar llegó un solitario periodista, leyó las tesis, y de inmediato se dio cuenta del valor noticioso contenido en ellas, y corrió a la imprenta más cercana. En realidad había pocas, pues recién se había inventado. Increíblemente, de imprenta a imprenta corrió el escrito de Lutero. En un par de semanas por toda Europa y en todos sus idiomas la gente en los pueblos y las aldeas leía las objeciones atrevidas de un desconocido sacerdote alemán contra el casi todopoderoso Papa León X:
Por amor a la verdad y en el afán de sacarla a la luz, se discutirán en Wittenberg las siguientes proposiciones bajo la presidencia del R. P. Martín Lutero, Maestro en Artes y en Sagrada Escritura y Profesor Ordinario de esta última disciplina en esa localidad. Por tal razón, ruega que los que no puedan estar presentes y debatir oralmente con nosotros, lo hagan, aunque ausentes, por escrito. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo declaro:
1. Cuando nuestro Señor y Maestro Jesucristo dijo: “Haced penitencia…”, es porque ha querido que toda la vida de los creyentes fuera penitencia. 5. [Usamos la enumeración de Lutero] El Papa no quiere ni puede remitir culpa alguna, salvo aquella que él ha impuesto, sea por su arbitrio, sea por conformidad a los cánones. 21. En consecuencia, yerran aquellos predicadores de indulgencias que afirman que el hombre es absuelto a la vez que salvo de toda pena, a causa de las indulgencias del Papa. 36. Cualquier cristiano verdaderamente arrepentido tiene derecho a la remisión plenaria de pena y culpa, aun sin carta de indulgencias. 66. Los tesoros de las indulgencias son redes con las cuales ahora se pescan las riquezas de los hombres. 86. Del mismo modo: ¿Por qué el Papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ricos, no construye la basílica de San Pedro de su propio dinero, en lugar de hacerlo con el de los pobres creyentes? 94. Es menester exhortar a los cristianos que se esfuercen por seguir a Cristo, su cabeza, a través de penas, muerte e infierno. 95. Y a confiar en que entrarán al cielo a través de muchas tribulaciones, antes que por la ilusoria seguridad de paz.
En aquellos días la información era llevada por gente que viajaba. Hasta el invento de la imprenta, casi toda información era verbal, prestándose a mucha distorsión. Pero una vez impresa una noticia, ésta era cierta y creíble. Podemos estar ciertos que la coincidencia de la protesta de Martín Lutero y el invento de la imprenta fue providencial. Para darnos cuenta cómo era en aquellos días y cuánto demoraba recibir información, nos cuenta el historiador William Manchester:
Los viajes eran medidos desde Venecia, el centro comercial del mundo antiguo. Un pasajero que salía de Venecia esperaba llegar a Nápoles en nueve días. Lyón estaba a dos semanas de distancia; Augsburgo, Nuremurgo, y Cologne, entre dos y tres semanas; a Lisboa se llegaba en siete semanas. Con suerte, una persona podía llegar a Londres en un mes, con tal que no hubiese una tormenta en el Canal.
Las 95 tesis y la reacción a ellas
El efecto producido en toda Europa por la distribución masiva de estas 95 tesis no fue lo que esperaba su autor. Además, es fascinante observar que las grandes discusiones resultantes no surgieron tanto por los teólogos sino por el mismo pueblo. Copias de las tesis fueron vendidas en las calles de París; recibidas con gran entusiasmo en Inglaterra; fueron repartidas en Roma bajo las mismas narices del Papa. Desde Rótterdam, Holanda, después de leerlas el gran humanista Erasmo escribió a Lutero: “No puedo describir la emoción, la verdadera y dramática sensación que provocan”. Llegaron incluso hasta España. De la noche a la mañana Lutero llegó a ser tan conocido que cada artículo o libro que llegó a escribir fue codiciado por el mundo lector. Por ese medio se popularizaron las enseñanzas de la Reforma.
En cuanto a las 95 Tesis, al principio el Papa León X creyó que se trataba de un borracho alemán que las había escrito y que, cuando los vapores se le fueran, hablaría de una manera distinta.iv No tardó en darse cuenta de que si quería llenar sus cofres con la venta de indulgencias, primero tendría que taparle la boca a aquel inquieto profesor de teología de Wittenberg. El Papa, a cuenta de su poder y posición creía que eso sería fácil: sencillamente lo declararía hereje y lo quemarían en la hoguera. ¡Cuántas veces así habían podido eliminar a sus opositores!
La primera acción del Papa fue entregar las 95 tesis a Prierias, el censor oficial del Vaticano. Después de estudiarlas escribió un documento que dedicó a León X:
La única autoridad infalible para los cristianos es la iglesia (pues la letra de las Sagradas Escrituras es muerta), y la iglesia, es decir, los sacerdotes, son los que tienen el espíritu de interpretación; las mismas Sagradas Escrituras derivan su fuerza y autoridad de la iglesia.
Al recibir copia de ello, Lutero replicó enérgicamente: “La Palabra de Dios, la entera Palabra de Dios, y nada, sino la Palabra de Dios, es la única autoridad”. Es interesante, por demás, notar que sería bajo ese andén que procedería Lutero a través de los ocho años que llevó hacer la Reforma. Tan seguro estaba de la verdad de la Biblia y de que el Dios que no puede mentir era su autor invisible, que en los años próximos Lutero siempre contrarrestaría cualquier argumento que se le hacía en cuanto a sus posturas simplemente citando la Santa Biblia.
Lutero se había preocupado por enviarle una copia de sus tesis al arzobispo de Magdeburgo, Alberto de Brandeburgo, la figura eclesiástica más prominente de Alemania. Adjuntó una carta con fecha 31 de octubre de 1517, pidiéndole al arzobispo que pusiera fin a los abusos en la predicación de las indulgencias:
“Perdóneme, reverendísimo padre en Cristo y príncipe ilustrísimo, que yo, hez de los hombres, sea tan temerario, que me atreva a dirigir esta carta a la cumbre de su sublimidad…. Bajo su preclarísimo nombre se hacen circular indulgencias papales para la fábrica de San Pedro, de las cuales yo no denuncio las exhortaciones de los predicadores, pues no las he oído, sino que lamento las falsísimas ideas que concibe el pueblo por causa de ellos…”
Es una carta llena de humildad en que Lutero sencillamente desea explicar sus acciones, nunca con el fin de levantar la ira de la iglesia. Nótese como la firma, dando sus credenciales, puesto que no sabe si el Arzobispo tiene conocimiento de él:
“Desde Wittenberg 1517, en la vigilia de Todos los Santos. Martín Lutero, agustino, doctor en sagrada teología”.
Alberto de inmediato envió noticia a Roma de lo que hacía este sacerdote intruso, pidiendo instrucciones de cómo responder, ya que la acción de Lutero afectó de inmediato las ventas de indulgencias. Era de Alemania próspera que el Papa León X y el arzobispo Alberto pretendían obtener ricos tesoros mediante la venta de indulgencias.
Lutero ignoraba los intereses monetarios, que la mitad de las ganancias de esas ventas de indulgencias iban a los cofres particulares de Alberto y el resto al Papa, bajo pretexto de la reedificación de la Catedral de San Pedro —una de las operaciones más escandalosas de la historia de la iglesia. Lo que sí sabía era que una de las expresiones más significativas de la piedad cristiana —cómo se obtenía el perdón de los pecados— se estaba violando por esta vergonzosa venta de indulgencias.
En su sermón sobre el tema, el 31 de octubre de 1516, afirmó: “Predicar que semejantes indulgencias pueden rescatar las almas del purgatorio es tener demasiada temeridad”; también: “El Papa es demasiado cruel si, teniendo, en efecto, poder para librar las almas del purgatorio, no concede gratis a las que sufren lo que otorga por dinero a las almas privilegiadas”; y en expresión de su verdadero temor: “¡Tened cuidado! ¡Que las indulgencias no engendren nunca en nosotros una falsa seguridad, una inercia culpable, la ruina de la gracia interior!”
Johann Tetzel y su modo de vender indulgencias
¿Y qué del vendedor de indulgencias, el que ocasionó toda esta revuelta, Johann Tetzel Diez? Era un dominico, nombrado por el Arzobispo Alberto como encargado de las ventas de indulgencias para cubrir toda la nación alemana. Tetzel nació entre los años 1450 y 1460 en Leipzig. Aunque algunos historiadores lo presentan como hombre ignorante y tosco, estudió en la Universidad de Frankfurt, obteniendo su título de licenciado en teología en enero de 1518. Además, era Prior de un convento dominico y había obtenido su doctorado en filosofía. Comenzó a vender indulgencias en 1501. Sirviendo a Alberto ganó fama como gran orador y poseedor de grandes habilidades persuasivas. Como funcionario oficial, viajaba con gran pompa por toda Alemania, proclamando y recomendando la compra de indulgencias en nombre del Papa León X y del Arzobispo Alberto.
Dondequiera que llegaba sacerdotes, monjes, magistrados, comerciantes, hombres y mujeres, viejos y jóvenes le seguían en ruidosa procesión. Al frente llevaban la bula papal, colocada sobre una almohada y, al son de las campanas de la ciudad, la gente le seguía cantando, portando velas, desplegando banderas —todos marchando hacia la catedral principal de la ciudad donde la venta se llevaría a cabo. La alegría era expresión de gratitud al Papa por concederles la oportunidad de cancelar sus deudas a Dios con unas pocas monedas. A Tetzel lo trataban como un mensajero llegado del mismo cielo.
Una vez que entraban a la iglesia, colocaban la bula sobre un altar; donde se erigía una cruz roja desplegando los escudos papales, encima del cofre esplendoroso donde la gente depositaría el dinero de la compra de las indulgencias. Tetzel ofrecía un vivaz sermón, enumerando los múltiples beneficios personales y eternos, animando a la gente a comprar las cartas de indulgencias. Con elocuencia y explicaciones gráficas rogaba que por piedad, amor y compasión comprasen las indulgencias ofrecidas por el benéfico Papa para librar a sus parientes y amigos muertos de las agonizantes y horrendas agonías que sufrían en el purgatorio.
Concluido el sermón, con velas encendidas y gran reverencia, la gente se acercaba al cofre, confesaban sus delitos, pagaban el dinero y recibían las cartas. No tenían una clara distinción entre la culpabilidad personal y el castigo divino del pecado, pero se creían totalmente perdonados. La realidad es que recibían esas cartas de indulgencia como pasaportes válidos para entrar al cielo.
Gente prudente y pensante, sin embargo, miraba el espectáculo con pesimismo. Se preguntaban si Dios amaba más al dinero que a la justicia. Comentaban que el Papa, con su dominio absoluto sobre el tesoro incontable de los méritos de Cristo y otros santos, debería gratuitamente y por simple misericordia librar a todos los que yacían en el purgatorio; y que la construcción de la Catedral de San Pedro se debía hacer de otra manera, por ejemplo, con el propio dinero del Papa.
Conclusión
Era ante esta credulidad e ignorancia espiritual del pueblo, que Lutero se preguntaba: “¿Cómo es que se atreven a vender algo que Dios ofrece gratuitamente por su gracia?” Y respondió escribiendo sus 95 tesis en protesta. Aunque hay que recordar que esas tesis únicamente eran cuestiones para discutir —no respuestas detalladas—, hallamos en ellas los grandes temas que llegarían a formar las bases doctrinales de la Reforma del siglo XVI.
Comenzó así La Reforma Protestante, sin malicia, el 31 de octubre de 1517 en la ciudad de Wittenberg, Alemania. Como que Lutero seguía la Biblia, “no se le ocurrió que sus posturas serían tomadas como heréticas.” Su intención no fue desafiar al Papa, sino que como teólogo y pastor veía que el pueblo era engañado con la venta de indulgencias y otras pocas pero significativas enseñanzas. Su intención fue simplemente proteger al pueblo y rectificar un mal y aclarar la verdad bíblica del caso. Cuando la iglesia defendía un error él, como profesor y teólogo autorizado por la misma institución, se sentía con la responsabilidad moral y cristiana de reprenderlo. ¿No fue el mismo San Pedro reprendido por Pablo en el primer concilio de Jerusalén? La intención de Lutero era parecida a la de San Pablo: unir a la iglesia bajo la gloriosa verdad bíblica. Al estudiar los detalles de la lucha bíblica y teológica de Martín Lutero con la Iglesia Católica, podremos concluir que no fue Lutero quien abandonó a la iglesia, sino que fue esta la que lo abandonó a él y lo expulsó de su medio, el 19 de abril del año 1521, al concluirse La Dieta de Worms.
Por el Dr. Les Thompson, resumido de su libro: El triunfo de la fe, publicado por Portavoz.
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