[Tomado del libro El sentido de la vida]
Al preguntarse a Nietzche por qué preconizaba aquel tipo formidable de superhombre que no hacía sino descargar energías, la única respuesta que supo dar fue: “Porque Zaratustra me gusta”. El famoso hijo y único compañero del pensador alemán no se había gestado en las entrañas de la razón sino en las del sentimiento.
Es común del pensamiento que los factores principales que determinan nuestra actitud frente a la vida no partan de la razón ni de la lógica, sino de la región de la subconsciencia o bien de un estado emotivo de la conciencia. Son en gran parte impulsos, gustos, prejuicios, intuiciones o ideales los que nos llevan a la acción y que nos hacen lo que somos. Son ellos los elementos creadores que proporcionan los móviles como la fuerza motriz de la conducta. La razón no es principio creador, sino regulador; ella tan sólo critica, explica y ordena la materia prima que le suministran las facultades creadoras, racionalizándola en un sistema que luego se dedica a justificar. “Una teoría filosófica”, decía Lotze, “es la tentativa de justificar un concepto fundamental del mundo que ha sido adoptado en la juventud”.
El Conde de Keyserling ha empleado el término “sentido” para designar el principio creador que, obrando en el fondo del ser, da una dirección determinada a toda la vida psíquica. “Lo que yo llamo sentido”, dice en “El mundo que nace”, “está en el fondo de la vida, en todas sus circunstancias, como principio creador, aunque cada cosa puede describirse mejor por medio de la psicología colectiva, la morfología, la biología de las razas, la astrología, o en cualquier forma”. Para Keyserling el “sentido” es un impulso espiritual que es comunicado a la vida por la filosofía, interpretándose ésta, no como sistema abstracto de conocimiento sino como sabiduría concreta y creadora, “la capacidad para la magia, para influir y transformar directamente la vida, mediante el espíritu”. He aquí un concepto luminoso, del que nos hemos servido ya en los estudios anteriores, pero cuyo alcance e importancia será más evidente en el presente sobre el “sentido del universo”.
Cada cual siente el universo a su modo. Puede ser que no llegue a definir ni para los demás ni para sí mismo la impresión total que aquel le produzca. Sin embargo, el sentido que tenga del mundo tiene que determinar lo mismo su conducta que su pensamiento. De modo que todo lo que pensamos se reduce, en último análisis, a cómo sentimos el mundo que nos rodea y del que formamos parte.
Vamos a considerar algunas de las formas principales en que el universo es sentido.
Hay quienes lo sienten como máquina gigantesca, poseyendo, por consiguiente, el sentido mecánico de la existencia. Para ellos la vida y las cosas no son sino piezas en el engranaje de una máquina cósmica. El poder y la eficiencia de ésta les admiran despertándoles el afán de imitarlos. Puede ser que no hayan adoptado conscientemente una teoría materialista; posiblemente muchos de ellos repudiarían enérgicamente tal imputación. Pero, si no conciben el universo como una máquina, así por lo menos lo sienten y el sentido de la máquina los lleva a la apoteosis práctica de los valores mecánicos.
El sentido mecánico del mundo es el sentido propio de la civilización actual. El chofer, como dice Keyserling, es el individuo representativo de nuestra época. Es el hombre simbólico del siglo XX, como lo fueron en épocas anteriores el sacerdote y el caballero. Todos los premios y aplausos son para el que logre imprimir velocidad a la existencia, que sepa organizar y dirigir grandes empresas, que garantice el orden y aumente la eficiencia.
En el mundo actual el chofer es prepotente. Se le encuentra en todas las esferas de la vida. Domina no tan sólo en el comercio y la industria, sino también en la política y la religión. En aquéllos exprime la última gota de sudor y sangre de millones de seres humanos, a quienes convierte en combustible para que marche la máquina. Ha introducido en el sagrado recinto de la religión, que debía reservarse para la renovación de las almas, todo el bullicio y la organización mecánica de una fábrica de automóviles.
Pero es en la esfera política donde se puede estudiar en la actualidad el significado y tendencia del chofer soberano. El fascismo y el bolcheviquismo son dos creaciones acabadas del sentido mecánico del mundo. Los choferes que rigen respectivamente los destinos de Italia y de Rusia, con todas las diferencias ideológicas que los separan, coinciden de modo absoluto en la forma en que conciben el ideal político.
Preconizando unos y otros una máquina política perfecta, tratan de suprimir todo ideal espiritual, todo concepto científico o filosófico, toda expresión de la opinión pública que puede constituir un peligro para el funcionamiento de aquélla. De suerte que ha surgido una nueva ética, la fascista, consignada en un decálogo para el joven chofer italiano, según la cual los principios eternos de la moral quedan supeditados a los intereses de una máquina gubernativa. Ha surgido de la misma manera una ciencia soviética en que se ha suprimido celosamente todo dato desfavorable a la burda ideología materialista que abona la política de los jefes bolcheviques. Podría decirse que éstos tienen el horror del microscopio, por poder éste revelarles datos inquietantes, en tanto que los fascistas tienen el horror del telescopio, que, colocando el régimen actual en su perspectiva histórica, pudiera anunciar el fracaso inevitable de todo sistema que desdeñe las leyes eternas de la libertad humana.
Dondequiera que impere el sentido mecánico del mundo, ya sea en los individuos o en los grupos sociales, el espíritu humano se muestra despiadado; se esclaviza al hombre, tratándosele como medio no como fin. Se deprecian los valores que no contribuyan al éxito inmediato. Se sustituye el ideal de la confraternidad humana por el de la hegemonía de razas, países o clases sociales. Se confunde el perfeccionamiento espiritual con el progreso material. La necesidad suprema de la civilización contemporánea es la creación de hombres de igual energía y pasión que el chofer, pero de un sentido del mundo más espiritual y constructivo.
Hay otros que poseen el sentimiento orfanatorio. Se sienten huérfanos en el universo. Sin dejar de reconocer que el mundo está lleno de bondad y ternura, todo les parece ilusorio. Todo está destinado a hacer olvidar al hombre que es huérfano.
El orfanatorio es de las instituciones humanas la que mejor encarna el sentimiento de ternura. Hay una época en la vida de los pequeños asilados en que éstos creen que la buena pareja que los cuida son sus padres. Suelen decirles “papá” y “mamá”. Pero llega un momento en que les entra el desencanto. Carecen de padres: son huérfanos.
Como huérfanos desencantados vive muchísima gente. En los primeros años de vida elevaban a un Padre Celestial su ingenua plegaria de niños. Como pasan los años, ya sea por reacción contra la tutela religiosa del hogar o del colegio, o por estudios que hicieran, o una caída moral que sufrieran, llegaron a sentirse huérfanos — o por lo menos a creerse serlos — frente a un mundo que para ellos estaba regido antes por un Padre.
¡Qué tragedia la de los huérfanos espirituales que han abandonado una fe que no les satisface en la forma en que se les presentaba en la primera época de su vida, o que rechacen toda creencia en un ser trascendente por el simple hecho de que la religión oficial en que se le rinde culto les repugna! Repudian la Divinidad como concepto anacrónico, la experiencia religiosa como ilusoria creación de una imaginación afiebrada. Una y otra vienen a ser algo así como el son de campanas de aquella ciudad legendaria de que nos habla Renán, que en días de calma oían sonar desde el abismo oceánico los pescadores de la comarca bretona.
Otros menos valientes, aun cuando estén convencidos en la subconsciencia de que son huérfanos, temen decirlo aun a sí mismos en voz alta. Unamuno ha descrito en estos términos a uno de ellos: “Habiendo sido bautizado, no abjura públicamente del que se supone por ficción social ser su credo y no piensa en él, ni poco ni mucho, ni para profesarlo ni para desecharlo y cobrar otro o por lo menos buscarlo”. El tal vez no podrá ser nunca un espíritu creador. Pero, no por tener que hacer una revisión completa de nuestras creencias religiosas rechacemos toda creencia en lo transcendente. La intuición religiosa es eterna y tan valedera como otra intuición o instinto cualquiera. Nos pone en contacto con un mundo espiritual tan objetivo y real como el mundo visible y tangible en que solemos movernos a diario. Hay que luchar por tener fe de hombres, fe de aventureros, que no se amedrentará ante el misterio, ni se conformará con la idea de que el universo nos haya gestado y dado a luz para dejarnos solitarios.
El propio Unamuno se vio obligado a abandonar su fe primitiva, pero luchó por buscar otra hasta hallarla. En uno de sus ensayos, “Mi religión”, nos describe su actitud batalladora frente al universo. ”Mi religión”, dice, “luchar incesante e incansablemente con el misterio. Mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello de Inconocible o Incognoscible, como escriben los pedantes; ni con aquello otro de: ‘de aquí no pasarás'”. En un hermoso pasaje de su libro Del Sentido Trágico de la vida, nos hace sentir la paz que su corazón experimenta por el convencimiento de que el mundo no es ningún orfanatorio: “Creo en Dios como creo en mis amigos; por sentir el aliento de su cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me estruja; por tener íntima conciencia de una providencia particular y de una mente universal que traza mi propio destino”.
Un tercer grupo tiene el sentimiento del cementerio. Es el de aquéllos que viven a base de la convicción de que todo lo humano, tanto lo bello y lo bueno como lo feo y lo malo, va a parar por igual a la tumba. Todo, por consiguiente, es transitorio y relativo, nada eterno ni absoluto. ¿Por qué afanarse demasiado, entonces, en reformar el mundo? Reformar es inmoral. Dejémoslo todo tal cual está. Resultará más interesante así. Entretanto, exprimamos de la vendimia de la vida los jugos más dulces que contiene y cuando ya no haya más, pues a morir.
Son muy bellos a menudo los cementerios. Se han destinado todos los recursos del dinero y del arte para hermosearlos. Tienen rincones que parecen ciudades encantadas. Paseándose por allí cuesta creer que se trata de viviendas de difuntos. Uno espera que algún rostro hermoso asome tras una ventanita o que algún caballero abra con gesto señorial la reja de su castillo. Pero estas moradas, maravillosos remedos de las casas de los vivos, no son sino cámaras mortuorias. Las pueblan los restos de queridas prendas, que después de haber vaciado cada una su cáliz fueron deslizándose en silencio al reposo.
¿Es la filosofía de un Ornar Khayyarn la única que cabe ante lo transitorio de lo humano y la certeza única de la muerte? ¿Vale la pena seguir luchando por un ideal desinteresado? ¿Qué garantía tenemos de que jamás se realice? Dado que la única seguridad absoluta que tenemos es que todo acaba, ¿no debe ser nuestro ideal gozar de la vida todo lo que nos sea posible?
Mirándolo con calma, por lo menos podrá decirse que el sentimiento del cementerio nunca ha creado obras idealísticas ni duraderas, no ha hecho más que un cementerio del mismo corazón. Si todos lo tuvieran, el mundo acabaría, pero no en un nirvana exento de deseos, sino en un infierno de deseos defraudados.
¡Cosa terrible es no poder agarrarse a nada eterno ni absoluto que le haga a uno superior a sus dudas, sus pasiones y la ingratitud humana! ¡Qué trágica voz la de Mariano José de Larra al final de su célebre sátira “El Día de Difuntos de 1836”! Terminada la descripción de todos los sepulcros madrileños, en la que ha dicho: “Madrid es el cementerio, pero vasto cementerio, donde cada casa es el nicho de una familia, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o un deseo”. Larra concluye con este grito de dolor: “¡Santo Cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero!: Aquí yace la esperanza … ¡Silencio, silencio!!!” Poco después el autor se pegó un tiro y el silencio se hizo para él.
Queda todavía otro modo de sentir el mundo, el sentimiento más adecuado y dinámico de todos, el que más se adentra en las entrañas de las cosas, el que intuye mejor el corazón mismo de la realidad. Es el que suministra al hombre la visión más clara de su significado en el mundo y que le infunde mayores energías para la realización de su destino. Lo llamaré el sentimiento hogareño del universo.
La institución humana que representa, o que debe representar para ser fiel a su carácter, la cumbre de la espiritualidad es el hogar. Este es la esfera del amor, de la confianza y de la perfecta amistad. ¿Por qué no pensar que el hogar verdadero sea un microcosmos del universo? En vez de proyectar a lo infinito la máquina, el orfanatorio o el cementerio, como lo que más se asemeja a la realidad última, ¿por qué no proyectarnos el hogar? No se diga que tal procedimiento es filosóficamente ilícito, por estar fundado en un concepto antropomórfico. ¿Acaso no son conceptos antromórficos la máquina, el orfanatorio y el cementerio? ¿Cómo podrá el hombre pensar sino en términos de lo que es, de lo que siente y de lo que sabe?
Ha de pensar lo último, de acuerdo con las categorías más adecuadas que le proporcione la experiencia. De otro modo no podría haber ni ciencia, ni filosofía, puesto que ambas son en último análisis antropomórficas por ser creaciones del hombre. Siendo esto así, ¿qué es más licito, tratar de explicar el universo con arreglo a lo más bajo de nuestra experiencia o a lo más alto? No titubeamos en decir que hay que pensar en el cosmos en términos de la realidad culminante de la experiencia humana, vale decir, de personalidad amistosa; no de personalidad abstracta y fría, sino de personalidad concreta, cálida y amante. Y puesto que en el hogar es donde hay que buscar — en su expresión más perfecta — esta sublime realidad, hagamos de aquél nuestra categoría interpretativa del universo. La realidad suprema ha de ser amistosa y el sentimiento humano que más fielmente interpreta lo que es más íntimo en la existencia es lo que hemos llamado el sentimiento hogareño.
La vida es comparable a un antiguo alcázar señorial. Tiene sus torres bañadas de luz y sus sótanos sumergidos en tinieblas. Ya se goza en las alturas de los esplendores matinales, de las vistas preciosas, de los aires tonificantes, ya se ve anegado en la negrura de abajo, donde se sufre y desespera. Pero esté uno extasiado en un mirador o sofocándose en un calabozo, no le anda lejos un corazón amistoso. No hace falta sino un suspiro por paz y haber pecado contra la virtud, una plegaria agónica en demanda de nuevas fuerzas, para que el corazón amistoso y fraternal que late eternamente al compás del dolor humano inunde con luz el calabozo del corazón, introduciendo en él la atmósfera amistosa del hogar.
El mundo moral está constituido de tal manera, que ningún sollozo de corazón quebrado y anhelante se pierde en el vacío. Despertará siempre un eco en el infinito Corazón de Amigo que pulsa tras la cortina de nuestra incredulidad, ansioso de descorrer el velo divisor para enriquecer nuestra vida. El sentimiento de esta Presencia, tan amistosa y soberana, nos da, como a Unamuno, paz en la guerra y confianza en el destino. La lucha por el perfeccionamiento personal y del mundo no será vana ni la victoria incierta, porque la última realidad es santa y paternal.
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