top of page
Buscar
Luis Vogt

El amor de Dios y la rebeldía del hombre (1)


No hay palabra tan manoseada, menoscabada y mal usada que la palabra: amor. Amparados en el precioso verbo, amar, las personas han hecho y dicho lo contrario de lo que se suponía debían hacer. Escuchamos a hijos expresarse así: “Mami me ha dicho que Papá me ama, pero está muy ocupado y por eso apenas le vemos” u otro “Yo amo a mi Mamá, tengo una foto de ella y siempre me envía regalos”, o esta otra después de la ruptura matrimonial, “Mi Papá se ha ido, pero nosotros tenemos que recordar que le amamos, y nos sigue amando” No hay mayor tragedia y frustración emocional que amar y no ser correspondido.


Citando a Stephen Turner en su libro “Declaración de intenciones”: “Me dijo que me amaría toda la eternidad, pero lo redujo por buen comportamiento a ocho meses. Me dijo que encajábamos como el guante en la mano, pero cuando pasó el invierno, tales accesorios ya no eran necesarios. Ella dijo que el futuro era nuestro, pero la Escritura de la casa estaba solo a su nombre. Me dijo que yo era el único que la entendía completamente, y entonces me dejó, y dijo que sabía que lo entendería perfectamente.”

Aquello de que “Vivieron felices y comieron perdices” o “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” han pasado de moda, y nadie se atreve a afirmarlo rotundamente o con convicción. En Chile por ejemplo, de acuerdo a estadísticas del Registro Civil, uno de cada cinco matrimonios termina en divorcio antes de los diez años; España otro de los países de la OCDE, por cada cuatro nuevos matrimonios, se rompen tres. Este país es junto a Bélgica, los países de la U.E con mayor tasa de ruptura matrimonial. El amor hoy se ha convertido en una quimera, o en el mejor de los casos es mirado como un virus estacional. La gripe, por ejemplo; si uno se contagia de ella y tiempo después se recupera. Estamos en una sociedad profundamente hedonista donde las personas buscan como fin último de su existencia, su propio bienestar. Por lo tanto, ya no se concibe el compromiso de por vida, mucho menos la entrega incondicional al otro, o el sufrir por quién se ama; estamos frente a un nuevo paradigma que está haciendo estragos en las sociedades occidentales.

Para una mundo que ya no es capaz de comprender de amar y creer en el poder del amor, le será muy difícil llegar a comprender y creer a Dios, o al menos al Dios de la Biblia. Según el apóstol Juan, el amor es una cuestión indispensable que ratifica o no, la validez de nuestra teología en la práctica. Esto es sin duda, porque hemos abrazado la tendencia a presentar a Dios en términos demasiado humanos, le vemos a través de nuestro propio prisma visual, o por el contrario, le encuadramos en términos demasiado divinos, lejos de la realidad humana, casi mística, entonces forzamos el péndulo en una dirección u otra.

El amor de Dios

Martín Lutero se quejó en una ocasión de Erasmo de Rotterdam, diciendo que Erasmo no había hecho justicia a ese inefable misterio que es Dios: “Tus pensamientos acerca de Dios son demasiado humanos”, le dijo. Por otro lado a principios del siglo XX, otro teólogo, el suizo Karl Barth amonestó de forma similar a los teólogos liberales de la época. “Dios es absolutamente otro, completamente diferente de cualquier concepto o cosa con la que estemos familiarizados. No podemos categorizarlo, etiquetarlo, analizarlo, diseccionarlo y mucho menos domesticarlo”. En ambos casos, el énfasis estaba justificado. Tendemos a Dios a una clase de Santa Claus celestial, tal si fuera una patética proyección de nuestros anhelos de cuidado y seguridad paternal, hablamos así del amor de Dios y caemos fácilmente en la trampa del sentimentalismo humanista. Pero no es menos cierto que debemos igualmente evitar el extremo opuesto.

El apóstol Juan nos detalla el más importante atributo de Dios que conocemos, usando un vocabulario surgido de la experiencia humana cita: “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en él, y él en Dios” (1ª Juan 4:16b). Juan evidentemente no tiene el propósito de identificar a Dios con una fuerza, o energía mística que está en todo y es todo, como afirmaban los poetas y filósofos panteístas, o como cita George Lucas en su “Guerra de las Galaxias” al hablar de la "fuerza". Y por supuesto no tiene absolutamente nada que ver con el pervertido amor del yoga tántrico, predicado por algún gurú hippie de los años sesenta. Cuando Juan proclama “Dios es amor”, está haciendo una declaración objetiva acerca del carácter del Dios creador que nos habla en la Biblia. Y al hacer esto nos propone una paradoja; Dios en Cristo, sigue siendo completamente Dios y verdaderamente hombre.

El amor sufriente

Comencemos con los dolorosos sentimientos de Dios hacia su pueblo: “Cuando Israel era niño, Yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamé, tanto más se alejaron de mi presencia” (Oseas 11:1-2a) Oseas está describiendo un soliloquio. Aquí Dios no está dirigiéndose a nadie en particular. Está hablándose a sí mismo. Usando un recurso dramático, el autor está intentando abrir una ventana por la cual introducir al lector en la escena. El profeta Oseas es lo suficientemente audaz para mostrarnos la mente de Dios, los pensamientos más profundos e íntimos de la deidad. ¿Podríamos usar apropiadamente la frase “los sentimientos de Dios”? ¿Qué vemos cuanto observamos tras esa ventana?, ¿Acaso una actitud indiferente, impasible que apunta al juicio por venir?, ¿La dignidad distante de un soberano omnipotente? No, al contrario, cuando miramos tras la ventana al corazón de Dios, nos muestra el corazón “roto” de un padre abandonadoCuando Israel era niño,...”. Es la imagen de un hombre que en su camino se encuentra a un niño huérfano y se hace cargo de él para cuidarlo. Está tan encariñado con él, que le redime de la esclavitud en la cual había nacido y le adopta como suyo propio “…de Egipto llamé a mi hijo”. En ningún otro lugar de la Biblia, la gracia de la elección divina de Israel es descrita en términos tan conmovedores. En el siguiente versículo 3, se describe la ternura del amor y la instrucción paternal de Dios: “Yo enseñé a andar a Efraín, le tomé en mis brazos, pero no reconocieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor; fui para ellos cual espuma del mar que acariciaba sus mejillas, y puse delante de ellos la comida (R.V). La imagen continúa con un padre que cuida a su hijo durante esos preciosos primeros años, tomándole de los brazos, ayudándole en sus primeros pasos, esperándole para recogerle antes de que pueda caerse. Es difícil imaginar como este trato de Dios con Israel pueda ser descrito con mayor afecto y cariño.

Yo les enjaezaba (adornaba) dirigiéndole con las riendas, les levanté como a un pequeño bebé y acerqué a mi mejilla. Me agaché para alimentarlos”. (N.E.B). Aún a pesar de las diferentes versiones de este versículo, no deja de sorprendernos el cuidado de Dios para con su pueblo, su condescendencia – el Rey del universo, inclinándose para confortarlos, alimentarlos y guiarlos. Es una imagen de una belleza cautivadora. Ni tan siquiera en el N.T, el amor de Dios para con su pueblo es descrito en forma tan emotiva y sugerente como esta; la generosidad y gentileza de un padre. Lo trágico del pasaje, es que, a pesar de toda esta bondad paterna, el objeto de su amor, cuidado y desvelo, Israel se ha convertido en un hijo malcriado, áspero y rebelde: “Y no conocía que yo le cuidaba” (v. 3b).

De ELCR

3 visualizaciones0 comentarios

Comments


bottom of page