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Luis Vogt

Al pensar en la música, ¿qué hemos olvidado?

por Les Thompson


Como cristianos concordamos en que hay un Dios al que tenemos que darle nuestros mejores dones. Al decir «mejores» es porque hay otras que son «peores» —esto es, hay diversos grados de calidad en lo que le ofrecemos. En relación con la música cristiana en nuestras iglesias, creo que no nos hemos destacado por la calidad que le ofrecemos al Señor. Francamente, nos inclinamos más a darle lo «peor» que lo «mejor». En nuestro apuro por contarle a Dios cómo nos sentimos, hemos cedido a la tentación de sustituir estribillos de contenido superficial —además de mal hechos— por aquello que sería hermoso y digno de su divina e incomparable persona.


Recordemos la condenación del Señor a los pastores que menospreciaban su nombre entregándole ofrendas deshonrosas: “Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable. Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo, cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 1.6-8).


Es interesante estudiar la música que fue introducida a la Iglesia por Martín Lutero en los tiempos de la Reforma. Él quiso ofrecerle a Dios lo mejor. Nos cuenta Walter Buszin[1] que, deseando que fuera la mejor posible, «buscó el consejo del gran músico Johann Walter y se rodeó de otros reconocidos talentos.» Lutero mismo era músico y compositor, magnífico cantante, y ejecutaba el laúd. Sin duda, por eso es que se preocupaba por la excelencia que debía acompañar todo lo hecho para Dios. Insistió, pues, en que le ayudaran aquellos reconocidos músicos. «Él quería asegurarse de que el estilo de la música, su contenido, y su presentación fueran correctas… por lo que rehusó apurar el proceso, queriendo evitar todo error en las canciones que había escrito sobre las epístolas, los evangelios, y para la celebración de la Santa Cena.» En aquella visita inicial, los músicos pasaron tres semanas repasando, editando y mejorando lo que Lutero había escrito.


Dice Paul Westermeyer:[2] «A Lutero no solo le gustaba la música, opinaba que ella cumple una función teológica, que es un don de Dios … que es única cuando se junta con palabras. Ya que puede incluir el texto de la Palabra de Dios, esta y la música están íntimamente ligadas… A la vez, decía: “Este don de la naturaleza y su arte puede ser prostituido por mentes depravadas… y fanfarronerías sensuales, contra lo cual tenemos que luchar, así como también censurar a los que la pervierten.»


Desde aquellos días iniciales de la Iglesia Protestante hemos tenido una historia musical gloriosa: grandes compositores con gloriosos himnos. Pero entonces llegó Vietnam y su guerra con los Estados Unidos de América[3] (1964-1975). La desgracia de esa guerra introdujo numerosos cambios en los americanos (además influyeron mucho los asesinatos de John Kennedy y Martin Luther King). Recordemos, además, que lo que afecta a Estados Unidos pronto influye en América Latina, incluso en la Iglesia.


Hagamos un poco de historia para ver como esto afectó nuestra música. Un pastor anglicano, Geoffrey Beaumont, comenzó a experimentar con la naciente música popular, usando ritmos “pop”, “folk” y “rock” en la liturgia de su iglesia. Otras congregaciones, en Inglaterra, comenzaron a usar esa nueva música, extrayendo lo que creían era demasiado “secular”. Pronto —a mediados de 1970— llegó a Estados Unidos y otros músicos empezaron a imitarla. Era una música que rompía con lo tradicional, música acorde con el espíritu posVietnam, música de cambio y de rechazo del pasado, cada día más y más aceptada. Al poco tiempo parecía toda una competencia, estas “alabanzas” o “coritos”, como algunos lo llamaban.


Las primeras iglesias que lo incorporaron en sus servicios de adoración fueron las carismáticas, seguidas por iglesias de santidad como las wesleyanas. En estas iglesias poco enamoradas de las tradiciones, se apagaron los órganos, se cerraron los himnarios, y en su lugar aparecieron guitarras y baterías. Y como no había himnarios para esa clase de música, se colocaron a cuatro o cinco jóvenes de ambos sexos (atractivos, por supuesto) en la plataforma. A cada uno se les dio un micrófono, para “dirigir” y enseñar a la congregación estos estribillos hasta ahora desconocidos.

De los carismáticos y wesleyanos, esta música saltó a las nuevas “megaiglesias”, que utilizan todo medio posible para popularizar el evangelio a fin de alcanzar a la gente que por curiosidad se acerca a la iglesia. Fue entonces que la letra de los estribillos se puso en pantallas, y… bueno, gradualmente llegó a reemplazar casi toda la himnología pasada, alcanzando al mundo entero. No cabe duda que ha llegado a ser la música más apreciada en las iglesias de América Latina —por supuesto con las innovaciones propias de nuestro “sabor” latino, como los ritmos de salsa, merengue y mariachis.


Westermeyer afirma:

La música tiene un profundo sentido para el pueblo cristiano, pues es una de las maneras principales en la que la fe cobra carne y vida… Es más, la iglesia puede ser indiferente a muchas cosas, pero nunca a la música… Hoy nos gustaría pensar que hemos establecido un nuevo paradigma que se ajusta a nuestro mundo descrito con el prefijo “pos” (poscristiano, posmoderno, pospuritano, posdenominacional, pospatriarcal, etc.). Estamos en lo cierto al concluir que nuestra era, como cada una de las previas, enfrenta nuevos retos que no pueden evitarse. Nos equivocamos cuando negamos nuestras raíces bíblicas y nuestro vínculo común con la Iglesia de todos los tiempos, la primitiva, la de la Edad Media, la reformada, y la del presente.


Es triste cuando el deseo de ser novedosos, modernos o de estar a la moda espiritual nos separa de las hermosas huellas que marcó la Iglesia a través de la historia. Me uno a Jesús, que caminó los polvorientos senderos de Nazaret, me sumo a Pablo y Silas cantando a toda voz en la cárcel, me uno a los padres de la Iglesia que permanecieron fieles pese a tanta persecución. Me uno a Agustín, a Lutero, a Calvino, a Juan y Carlos Wesley entonando sus preciosos himnos, aquellos que honraban a Cristo a la vez que complacían al más refinado gusto musical.

No quiero esconderme bajo una burbuja artificial que sólo reconoce y canta “pop”, “folk”, “rock”, “salsa” y “merengue”. Quiero escuchar un órgano explotar con la música de Bach; quiero oír un coro llenar la capilla con salmos gregorianos; quiero escuchar dúos, tríos y cuartetos que entonen los clásicos de Wesley. Deseo volver a disfrutar de las cantatas de Peterson y, sobre todo, ver los viejos himnarios regresar a sus puestos en las bancas de las iglesias.


[1] Walter Buszin, Luther on Music, North Central Publishing Co., St. Paul Minnesota, 1958, p. 17.

[2] Paul Westermeyer, Te Deum, The Church and Music, Fortress Press, Minneapolis, 1998, p. 144.

[3] Paul Westermeyer, en su libro Te Deum, traza las consecuencias y efectos de estos eventos en cuanto a la música, comenzando con la página 312.

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